Son aún insospechadas las consecuencias que tendrá la filtración de un cuarto de millón de documentos secretos del gobierno de los Estados Unidos, sobre todo entre sus propios aliados. La impresionante colección, obtenida por el sitio digital WikiLeaks, ha dejado al descubierto facetas de la política exterior norteamericana que, más allá de ser inéditas, no estaba previsto que salieran a la luz por medio de una avalancha de cables diplomáticos, como, por ejemplo, la sospecha sobre el poder real de Vladimir Putin, las actitudes machistas de Silvio Berlusconi o los escasos elogios que recoge Nicolas Sarkozy.
No se trata de la palabra del presidente Barack Obama o de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, pero los documentos revelan el intercambio epistolar que el Departamento de Estado mantiene con sus embajadas y, a su vez, las inquietudes que otros gobiernos despiertan.
La mera mención de la presidenta argentina Cristina Kirchner por un pedido de información sobre su estado de salud mental, formulado por Washington a su embajada en Buenos Aires, no necesariamente refleja una sospecha o un juicio, sino una versión que había sido ventilada por la prensa argentina. Otras inquietudes estuvieron vinculadas con la relación del entonces canciller Jorge Taiana con los montoneros, la colaboración en Bolivia, "la ineptitud de los Kirchner en política exterior" y los vanos intentos de Cristina Kirchner de reunirse con Obama.
Las averiguaciones no implican juicios de valor, más allá de que alguno pueda resultar inconveniente. Es normal, en un ámbito de confidencialidad, que los diplomáticos tengan sus propias apreciaciones sobre el país en el cual representan al suyo. La revelación de estos documentos es un episodio serio por el simple hecho de que la información mejor custodiada del mundo ha sido violada con la única finalidad, en principio, de desnudar la trama secreta de las decisiones norteamericanas, empezando por las relacionadas con Irak y Afganistán.
Esta montaña de documentos contiene informes y comentarios de diplomáticos y funcionarios norteamericanos que, en algunos casos, se han prestado al espionaje y, sin ningún pudor, exponen los resultados de sus operaciones entre ellos mismos o dirigiéndose a sus superiores.
Berlusconi desmintió de inmediato que participaba de aquello que se describe en esos cables como "fiestas salvajes", pero ni Putin ni Sarkozy tendrán derecho a refutar aquello que los diplomáticos norteamericanos acreditados en sus respectivas capitales piensan: que uno es el poder real de Rusia y que el otro obstaculiza la política exterior norteamericana. Los cables, a su vez, demuestran el gran despliegue de los Estados Unidos para bloquear a Irán, sospechoso por el desarrollo de plantas de enriquecimiento de uranio que podría derivar en un peligroso arsenal nuclear.
Es increíble que los países árabes teman que ese desarrollo pueda perjudicarlos y, por eso, preferirían que Washington aplique la dureza contra el régimen iraní. En las últimas horas, han sido insistentes las llamadas de la secretaria Clinton a China, Alemania, Francia y Arabia Saudita para mitigar el impacto de los cables, así como las gestiones de las representaciones diplomáticas en otros países no menos vitales, como el Reino Unido, Israel, Italia, Australia y Canadá.
Los 251.287 cables son de los últimos dos años hasta febrero de 2010. El temor no radica sólo en las presuntas ofensas o juicios apresurados, sino en la posibilidad de que material sensible como ése pueda precipitar tensiones en algunas regiones o empeorar la situación en otras, como Yemen o Paquistán, donde está al rojo vivo la guerra contra el régimen talibán.
Si bien los diarios encargados de la difusión ( The Guardian , del Reino Unido; The New York Times , de los Estados Unidos; Le Monde , de Francia, y El País , de España, así como el semanario Der Spiegel , de Alemania) se han comprometido a no poner en peligro a fuentes protegidas, nadie puede evaluar a ciencia cierta el impacto que esta filtración, la mayor de la historia, puede tener entre quienes se sienten perjudicados por la valoración de los firmantes.
Está claro que la difusión de estos documentos es un delito en los Estados Unidos, pero, al mismo tiempo, pone de manifiesto las grietas de un sistema de comunicación que se presumía invulnerable.
Es casi seguro que habrá un antes y un después de esto, así como una revisión mundial de la forma en que los diplomáticos establecen contactos y transmiten información a sus respectivos ministerios. Dentro de lo que cabe, y de lo que se sabe, la presidenta argentina y el líder Muammar Khadafy han despertado curiosidad por aspectos personales.
Nada serio en comparación con determinadas descripciones de algunos mandatarios que, más allá de que en los cables llevaran la sigla Sipdis (Secret Internet Protocol Distribution) o Siprnet (Secret Internet Protocol Router Network), cobraron estado público por una falla que no puede atribuirse sólo a la destreza de los hackers de WikiLeaks, sino, más que todo, a la falta de mayor control de parte del propio gobierno norteamericano, hoy víctima de sus propias palabras.
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