En raras ocasiones el perdedor asume el traspié, se golpea el pecho con un mea culpa y, por si fuera poco, felicita a los ganadores. Es lo que ha ocurrido en las elecciones de medio término de los Estados Unidos. El gran derrotado ha sido el presidente de los Estados Unidos. Horas después del fiasco de su partido, el Demócrata, por haber cedido el control absoluto de la Cámara de Representantes y haber logrado una ajustada mayoría en el Senado, Barack Obama no tuvo empacho en asumir su responsabilidad: "Esta paliza me deja claro lo importante que es para un presidente salir de la burbuja de la Casa Blanca", concluyó.
No es un mero formalismo que quien se supone el hombre más poderoso de la Tierra, más allá de que en una democracia como la norteamericana el sistema de pesos y contrapesos mantenga bien repartido el poder, admita que, a veces, "la precipitación del trabajo en Washington" le ha hecho "perder el camino, la conexión con la gente que me puso aquí". Tampoco es un mero formalismo que, como político, no haya perdido los modales frente a críticas despiadadas, formuladas desde el movimiento ultraconservador Tea Party, entre las cuales no faltó ni la desconfianza sobre su lugar de nacimiento ni sobre su religión.
Frente a los embates, reconoció Obama que no debió llamar "enemigos" sino "adversarios" a sus rivales de la oposición republicana. Era tarde. Una masa crítica abrumada por los problemas económicos, entre los cuales figura en primer término el desempleo, estaba dispuesta a votar en contra de los demócratas, más que a favor de los republicanos, como una forma de expresarle a la Casa Blanca su desagrado con algunas de sus iniciativas más osadas, como las reformas sanitaria y financiera.
Como Bill Clinton y Ronald Reagan, entre otros, el actual presidente pagó el costo de haber invertido a tontas y locas su abrumador capital político en los dos primeros años de gestión. Tiene ahora, como ellos también, la posibilidad de rectificarse y, sobre todo, de estar más atento a las preocupaciones de su pueblo.
En un gesto de grandeza que ennoblece a la democracia, el derrotado no tergiversa la historia ni busca subterfugios para disimularla. La llamó "paliza" y no se equivocó.
En la Argentina, la Presidenta y su sector dentro del peronismo han pasado por un resultado adverso parecido en las elecciones legislativas del 28 de junio de 2009. Un día después, la primera mandataria se presentó en público para realizar una amañada interpretación del voto y evitó cualquier autocrítica frente a la caída experimentada por el partido gobernante. De no haber intentado reinventar la realidad, como por otra parte se busca hacer con el Indec, otra sería la forma en que los argentinos nos miraríamos a los ojos.
No es el caso y, después de más de un año de aquel fiasco, no hay por qué asombrarse de ese tipo de actitudes. El problema es que se incorporen al tejido social como corrientes y, finalmente, pensemos que un gesto como el de Obama es imposible en otro país que no sean los Estados Unidos. No es cierto. Michelle Bachelet, la presidenta más popular de la historia de Chile, no tuvo prurito alguno en felicitar y apuntalar al vencedor de los últimos comicios presidenciales, Sebastián Piñera. Lo mismo hizo el candidato derrotado, Eduardo Frei. Y, como suele decirse, ni allá ni acá ha pasado nada.
No sólo los norteamericanos están disgustados con la marcha de su país. La diferencia radica en que la gente puede expresarlo por medio del voto, sin desvirtuar su cultura democrática ni dañar las instituciones, y el damnificado, en este caso nada menos que el presidente, no se ve obligado a buscar chivos expiatorios ni excusas baratas para pintar el horizonte nublado con un sol radiante.
Es impresionante, de todos modos, la rapidez con la cual un líder político que se perfilaba como la encarnación del cambio después de los ocho aciagos años de George W. Bush ha sido vapuleado en su ley. Lo bueno, si cabe, es que tomó nota de sus errores y, con una modestia que lo ilumina con luz propia, se propone ser distinto, reinventarse a sí mismo, como Reagan y Clinton, dos de los presidentes más exitosos y queridos de la historia de los Estados Unidos. De necios es, después de una derrota, persistir en el error.
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