Una de las características distintivas de la manera de hacer política de los Kirchner es la de tratar siempre de dividir. No sólo a quienes sean adversarios, sino a cualquier actor cuyo peso relativo pueda hacer sombra. Apuntan a dividir, aun a riesgo de lastimar el plexo social, lo que es más grave todavía.
Dividir es lo contrario de consensuar. Es lo opuesto de incluir, concordar o unir. Y hasta de confiar. Es alejar, separar, enfrentar, apartar, antagonizar, desintegrar. Es atomizar todo en bandos irreconciliables. Es expulsar el disenso del debate de las cuestiones públicas. Peor aún, es aniquilar la capacidad de ceder y rectificar y, por lo tanto, de enmendar equivocaciones. Va, pues, a contramano de algo tan esencial para poder gobernar en un ambiente de concordia y paz. Así estamos en todos los órdenes de la vida nacional sometidos a la influencia del poder presidencial.
La intención de dividir es táctica y estratégica. Ha sido norma estos seis años. Se la ha aplicado desde ese poder presidencial con mayor o menor éxito según hayan sido las circunstancias cambiantes.
En el período declinante posterior a las elecciones nacionales del 28 de junio del corriente año se lo ha hecho de una manera desaforada en todos los órdenes. No sólo respecto de los partidos políticos, sin excluir a los sectores disidentes de la conducción oficial del Partido Justicialista. También en relación con la Iglesia, con varios países amigos, con dirigentes empresarios y sindicales, con los medios de comunicación y con los periodistas a título individual, con sectores empresariales y hasta del mundo de la cultura, en cuyas últimas estribaciones una minoría obsecuente hace notar su falta de limitación y pudor valiéndose sin vergüenza de instrumentos del Estado que deberían estar al servicio de todos y no de la parcialidad que los usufructúa en su mezquino provecho.
El triste objetivo es conservar o acrecentar el poder al costo que fuere. Hasta de hacer que la palabra ceda su espacio a las vías de hecho. Así han proliferado enfrentamientos de todo tipo que hoy crispan y escinden la nacionalidad.
De alguna manera ese proceder se nutre en la "cultura de los bandos", en la cual una facción, de espaldas a la amistad cívica o social que engrandece, se atribuye la representación exclusiva de lo que el país quiere y necesita. Para ello se mantiene alistada para imponer puntos de vista sectarios, refractaria a la política de diálogo inclusivo que en todas partes se entabla con miras al consenso y a la reconciliación, capaz de preservar los más sagrados valores de una sociedad.
En esa incapacidad gubernamental de interactuar puede quizás estar la clave de nuestras zozobras y la razón central de la tendencia a uniformar las ideas. De esa manera se ha llegado al caso antológico, por lo aberrante, de que el jefe de Gabinete, en lugar de actuar como un garante de la legalidad, se haya convertido en la encarnación misma del paradigma destituyente del Estado de Derecho al disponer que no se cumpliera con una orden judicial.
El poder nunca se ejerce de modo legítimo en el aislamiento y menos de forma entumecida por la cerrazón en el capricho de quienes lo ejercen con carácter circunstancial.
Por eso la visión pluralista está en la esencia misma de la condición social humana y es el fundamento de una política democrática y republicana. Al olvidarlo, los gobiernos autoritarios o populistas apelan a la exacerbación de las emociones, con lo cual caen en la retórica jacobina que resuena en nuestros espacios.
La última de estas manifestaciones ha sido la invitación cursada por la Presidencia de la Nación para el encuentro por realizarse hoy entre la señora de Kirchner y unos cuarenta empresarios. Se han hecho en la lista de invitados exclusiones deliberadas, fundadas en criterios maniqueos -éstos son buenos, éstos son malos-, tan vulgares como para poner de inmediato en evidencia la voluntad de introducir cuñas divisorias en el empresariado a pesar del fracaso de ese tipo de política, según se ha podido verificar antes de ahora.
No se advierte en el Gobierno que la igualdad, la tolerancia, el respeto por la jerarquía del gobierno de las leyes y la división y el equilibrio de los poderes corran por vías paralelas a las de la dignidad que supone la pluralidad de pareceres y el rechazo del estilo totalitario que procura imponer la uniformidad de opiniones.
No se comprende ni en la Casa Rosada ni en la quinta de Olivos que el cometido republicano está lejos de la promoción del dominio desenfrenado y cerca de la procuración de acuerdos básicos de Estado.
La paz que el país requiere se gesta de otra manera y con estilos y modos diferentes. Después de seis años en vano es hora de aprenderlo.
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