El valor de las personas, casi siempre, tiene doble dimensión: lo que la gente cree de ellas y lo que realmente son. Ricardo Anaya, vale por los libros que ha escrito, por las enseñanzas que ha difundido, por la dimensión de sus actos, por el sentido humano de su lucha. Lo quieren y admiran quienes conocen las razones por las que hizo todo lo que forma parte de su historia, muchas veces conflictiva y dolorosa.
En lo esencial, su vida fue una entrega a las exigencias de la razón y de la justicia. Escogió como actividad fundamental y permanente la cátedra pero, no de cualquier materia, sino de la ciencia política. De la conducta del ser humano respecto de sus semejantes, del conflicto que transforma y crea.
El Dr. Anaya, decía que no es posible establecer un orden armónico y equilibrado sin intentar conocer, con la mayor profundidad posible, las causas que influyen en el pensamiento y en la conducta realizadora de las personas. Hay mucho de nosotros mismos en lo que hacemos pero, siendo seres sociales también nos debemos al tiempo y al lugar donde vivimos. Como individuos y simultáneamente como parte inseparable de la comunidad, no tenemos más alternativa que cumplir nuestro destino comprendiendo que no es posible ser felices, sin que esa plenitud venga de los demás y al mismo tiempo sea común a todos.
Pasar clases con Ricardo Anaya era un placer generado por la verdad y la belleza. Hay quienes dicen discursos con muchos datos, con pruebas abundantes, con documentos diversos sin cuidar la sencillez, la armonía, la aproximación tierna, mediante el lenguaje. No faltan los que sacrifican el fondo por la forma. El maestro difundía la exactitud de la ciencia con la belleza de la palabra seleccionada para socializar el conocimiento como medio de liberación, de plenitud. Enseñar para que la gente conozca la naturaleza y la sociedad, para que se conozca a sí misma y a partir de esa evidencia venza el miedo, la inseguridad, la humillación, como dice Gastón Pol, es un acto supremo de amor.
No era condescendiente ni adulador, no compraba el apoyo de los jóvenes fomentando sus debilidades ni sus insuficiencias. Su identidad con las nuevas generaciones fue solidaria y al mismo tiempo difícil y exigente. Sabía que regalar títulos o calificaciones, era y es, la forma más sutil, pero terrible, de perpetuar la indignidad y el atraso.
Los estudiantes que, a pesar de todo lo que el sistema hace para encumbrar la mediocridad, para aplaudir la ignorancia encubierta por una generosidad simple, apenas instintiva, en el nivel más bello de las expectativas humanas, obedeciendo el impulso inicial de su espíritu rebelde, lo proclamaron Maestro de la Juventud. Levantaron como testimonio incuestionable los textos que utilizaba para enseñar Teoría del Estado y Economía Política, las conferencias que dictaba en varios centros superiores del pensamiento latinoamericano, las propuestas y debates que libraba en el Parlamento nacional. Quedó como Maestro de la Juventud porque siempre hay algo que aprender en lo mucho que escribió.
Fue uno de los primeros en desarrollar una teoría completa acera de la reivindicación de los recursos naturales para el pueblo, como un hecho político pero, al mismo tiempo económico y tecnológico. En su libro Nacionalización de las Minas, lo esencial no es tomar los yacimientos de minerales sino, la instalación de hornos de fundición, de la metalurgia y de la siderurgia. Ricardo Anaya decía que los pueblos ejercen su derecho propietario sobre los recursos naturales cuando los industrializan, cuando en un vasto proceso de transformación, hacen de estos medios, instrumentos de evolución. No se trata de una posesión conservadora y egoísta de las cosas, sino de una administración inteligente de los minerales, de los hidrocarburos, del agua y del aire para las necesidades y a partir de la satisfacción de las necesidades para la libertad, no como una conquista meramente cuantitativa, sino como un grado de evolución, en el que las personas, libres de las impurezas de su pasado instintivo, son capaces de amar.
En relación con los militantes del Partido de la Izquierda Revolucionaria que en algunas circunstancias asumían ciertos cargos públicos, el jefe del partido, señalaba con firmeza “no son lugares de privilegio, sino puesto de trabajo y de lucha. Nadie que no viva como el pueblo puede ser representante del pueblo”. En los años que Ricardo Anaya dirigió el Congreso, las dietas de senadores y diputados eran apenas de quinientos dólares y los suplentes ganaban, sólo cuando sustituían a los titulares.
La tesis Arica Trinacional consagra, otra vez, la dimensión internacional de Ricardo Anaya. El libre acceso de Bolivia al mar dentro de un sistema de paz, integración y desarrollo que comprenda a los tres países que protagonizaron el conflicto bélico de 1879 y que contemporáneamente están en la obligación de participar en la solución de las cuestiones pendientes, conlleva tres principios esenciales que alcanzan validez continental. En primer lugar, constituye un modelo cualitativamente superior a todas las fórmulas hasta ahora planteadas, representa un esquema de solidaridad que resuelve el problema de Bolivia contemporizando, con las expectativas peruanas y chilenas. En segundo lugar, abre la posibilidad de nuevas formas de cooperación internacional mediante empresas trinacionales que podrían generar expresiones políticas y sociales correspondientes, mejorando la naturaleza y mecánica operativa de los Estados participantes. Finalmente, a diferencia de los diversos acuerdos de integración regional o subregional que se han suscrito en los últimos cincuenta años, la propuesta del Dr. Ricardo Anaya reúne condiciones fundamentales para superar obstáculos y barreras que durante mucho tiempo han impedido que los países de América Latina se vinculen en la perspectiva de una nueva categoría histórica continental. Esta tesis ha sido varias veces repetida con ciertas innovaciones plausibles o con deformaciones y retrocesos vergonzosos. Que la gente repita lo que algunos filósofos innovaron, es prueba de la validez de dichas innovaciones, que lo hagan sin citar al autor, simulando ser sus creadores, es una prueba lamentable del nivel moral de quienes incurren en esas apropiaciones despreciables.
A los ciento doce años del nacimiento de Ricardo Anaya, recordamos con cariño y respeto su personalidad vigorosa y atrayente. Releemos sus libros con satisfacción. Erigimos en nuestras conciencias la imagen señera y eterna del maestro.
Los pueblos construyen su personalidad reivindicando el pensamiento y la obra de sus miembros. No hay grupo humano que no tenga nada de qué sentirse orgulloso, la vida misma es un destino excelso, llena de expresiones gloriosas y al mismo tiempo difíciles y amargas. Es cierto que la dificultad consiste en el compromiso tácito que supone el reconocimiento de que hablamos, dificultad que se supera con la honestidad de la valoración y la valentía de su presentación pública. Los méritos y la capacidad de Ricardo Anaya surgen en la dinámica del análisis más exigente, por sí mismos dan fuerza a su presentación abierta en los niveles estables de la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario