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sábado, 3 de septiembre de 2011

Amalia Gonzáles acompaña a Llobet, a Arguedas en su visión pesimista de nuestra Bolivia a la luz de la interminable lucha entre compatriotas especialmente buenos para pelearnos entre nosotros, aunque mantiene la esperanza de la llegada en alguien que nos ofrecerá una mano al encontrarnos demasiado jodidos.


Aunque nunca lo conocí, igual extrañaré a Cayetano Llobet. Sin embargo, no es de él que quiero escribir (otros que lo conocieron bien, lo harán sin dudas muchísimo mejor de lo que yo sería capaz), sino sobre la última frase de su última columna y que me ha causado una extraña sensación de desolación. Dice así: “Una revisión de nuestra historia resulta un paseo por la tristeza… ¡Porque nunca hemos sido capaces de hacer nada relevante!”.

Un paseo por la tristeza.  Nunca le había leido a Cayetano Llobet una frase tan dura y al mismo tiempo tan hermosa y me duele profundamente la amargura que encierra. Me imagino al Sr. Llobet, al final de su vida, con la idea de nuestra irrelevancia colectiva rondándole insidiosa en la cabeza. La imagen me parece poseída de un insoportable desconsuelo y de una honda aflicción. Tantas cosas que tenía para pensar en sus últimas horas: la vida que se le iba de las manos, los hijos que ya no vería más, la esposa que nunca más podría acariciar con ternura; y, sin embargo, no podía dejar de lamentar, ni en sus últimos momentos, el destino triste de nuestro pueblo, nuestra condición de precariedad permanente, nuestra desoladora incapacidad para trascender.

La coherencia intelectual de Cayetano Llobet al escribir al final de su vida esa frase es demoledora y, al mismo tiempo, terroríficamente lucida. Su diagnóstico no puede ser más devastadoramente certero: un repaso por nuestra historia es, ciertamente, un viaje por la pesadumbre, un recorrido lúgubre que sólo demuestra nuestra infinita falta de generosidad hacia nosotros mismos y nuestro esfuerzo permanente por mantenernos constreñidos en una chatura de miras inabarcable: los bolivianos nos hemos pasado toda nuestra historia sacándonos la mierda implacablemente, viendo la mejor manera de hacernos daño, de robarnos, de insultarnos, de jodernos y de matarnos. En algo teníamos que ser buenos, pues lo somos, inmejorables, en el innoble arte de lastimarnos entre nosotros. Hasta ahora lo hacíamos sólo por intuición, pero tal vez el Vicepresidente García la vuelva política de Estado: "ser humildes con los suyos y soberbios y agresivos con los adversarios" aconsejó a los jóvenes en Cochabamba no hace muchos días·.

Entonces, la historia boliviana gira en círculos siniestros. Se puede abrir al azar cualquier libro de historia de nuestro país  e invariablemente tratará sobre lo mismo, sin importar la fecha: marginación, pobreza, exclusión, revoluciones, demagogia, liderazgos espurios,  represión y tristeza. Infinita tristeza.

No extraña por ello la postrera muestra de admiración que Llobet quiso manifestar hacia Arguedas. Seguramente de haber coincidido en el tiempo, la admiración hubiera sido mutua, porque ambos vieron la realidad que nos rodea con la misma afligida intuición. Escribió Alcides Arguedas hablando de la situación de Bolivia en 1868 (¿o fue Cayetano Llobet escribiendo de la Bolivia de 2011?): “Pero nada de esto preocupa a estas gentes. Su solo deseo es holgar, divertirse y aprovechar. (…) Se solemnizaba con gran aparato. Había festejos, maniobras militares, banquetes populares y diplomáticos. Al mismo tiempo se jugaba sarcásticamente con los grandes instrumentos de la democracia y se convocaba a elecciones presidenciales y legislativas preparadas, como de costumbre, en Palacio (...). Y mantener el orden y acabar con ese estado de agitación peligrosa era su afán, no ciertamente en vista de asegurar la paz social, sino como una mera condición de estabilidad en sus funciones, o sea, de duración en el cargo. Conservarse, quedar y permanecer para mandar en el sentido estrecho de ordenar y disponer. He ahí la sola preocupación de esas gentes”.

Quiero hoy, no como homenaje sino como mera confesión de una mujer que envejece, sumarme a esa visión pesimista por nuestro país. Es un pesimismo impacable, cierto, vívido y razonado, pero también, como intuyo que era el de Arguedas o el de Llobet, matizado por el secreto anhelo de pasarse al bando del optimismo, incluso “aunque cada día es más difícil que logremos hacerlo”. He convivido y convivo diariamente con compatriotas asombrosos: bolivianos y bolivianas inteligentes, dulces, valiosos, cultos y generosos. De hecho, creo, o intento creer, que la mayor parte de los bolivianos somos buenas personas pero que estamos, como los héroes de las tragedias clásicas, signados por una maldición intolerable que nos obliga a ser mezquinos como sociedad, a no querer al otro, que no es más que la forma más terrible e infecunda de no querernos a nosotros mismos.

Cuando escucho, sólo es un ejemplo, los discursos de nuestros dirigentes políticos y siento el resentimiento espeso y vigoroso que emerge de cada una de sus palabras, de sus gestos y de sus actitudes, entiendo con tristeza que ese es el pecado original de los bolivianos, nuestra villanía, nuestra incapacidad para estar por encima de nuestras propias mezquindades. Pero soy madre y por eso quiero pensar que algún día todo irá a cambiar. Que vendrá alguien que nos ofrecerá su mano y no será para lastimarnos, ni para atarnos, ni para robarnos. Nos hablará y no será para engañarnos, ni para ofendernos, ni para domesticarnos. Nos pedirá que lo sigamos y no será para encarcelarnos, ni para acorralarnos, ni para doblegarnos. Ese día tendrá que llegar, lo creo porque ya llevamos demasiados años jodidos y ya estamos aburridos y cansados y emputados de que así nomás haya sido.                                                  

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