Uno de los ejercicios más frecuentes de quienes pretenden sacar conclusiones de los conflictos sociales, es calcular cuán fortalecidas o debilitadas salen las partes en conflicto, léase el gobierno por un lado y los “movimientos sociales” por el otro.
“Tumbar al gobierno” es una de las posibilidades que desde las crisis iniciadas en 2000, se considera como parte inherente de la política boliviana tras la dictadura. Después de casi 20 años de estabilidad democrática con gobiernos que terminaron sus mandatos a pesar de las tensiones sociales, volvimos a la “tradición” de la volatilidad política como elemento dominante de nuestra historia. Morales pareció retomar la senda de la estabilidad, pero con una lógica confrontacional muy evidente.
Mirado así, el respeto a la legalidad de los mandatos presidenciales es en realidad la anomalía y la política en las calles es lo que manda y lo que debe mandar. Es el producto de la deificación de los movimientos sociales y de la incuestionable “justeza y legitimidad” de sus demandas, que no debe parar mientes ni siquiera a la hora de exigir la salida de los gobernantes elegidos democráticamente. No puede este Gobierno quejarse demasiado porque se construyó sobre la algarada de la calle y sobre la presión contra el sistema, con el uso de mecanismos como el bloqueo, la violencia organizada y la presión hasta donde esta pueda llegar.
Pero por muy cierto que sea aquello de que el bloqueador bloqueado debe atenerse a sufrir las consecuencias de una dinámica que él mismo construyó, no debiera servirnos de justificativo y menos de consuelo. No es una buena noticia que estemos enredados en este callejón sin salida de la rueda perversa que se alimenta de violencia e intransigencia ilimitadas. No es un argumento para sonreír repetir hasta la saciedad que quienes siembran vientos cosechan tempestades, porque detrás de esa verdad evidente se esconde un gran fracaso histórico, del que el primer responsable es el gobierno, pero del que son también responsables quienes con la bandera que sea lo acorralan en un camino sin destino.
¿Cuál es el objetivo de llevar las cosas siempre al límite? ¿Sacar al Presidente del gobierno? La respuesta inmediata será que no, que ese no es el objetivo. Lo fue, sin embargo, en 2008 y a punto estuvo de lograrse. ¿Podrá ocurrir algo así antes del 2014? En una primera lectura de la realidad la respuesta es que no. Pero este es realmente el punto central que debemos considerar ¿Por qué debiéramos siquiera contemplar esa posibilidad? Si un gobierno que ha obtenido el 64 por ciento de los votos tiene que enfrentar la crisis como parte de su vida cotidiana ¿qué podemos esperar del futuro después de Morales? ¿Se ha puesto a pensar alguno de los líderes de la oposición, o alguno de los ciudadanos que desea ver la caída del Ejecutivo, qué escenario nos espera una vez que haya terminado el ciclo político inaugurado en 2006? ¿No nos percatamos que este monstruo se alimentará con mayor facilidad de la carne y los huesos de quienes hoy se enfrentan al actual Gobierno?
La situación de graves tensiones sociales, de una ruptura cada vez más evidente entre Estado y sociedad, de la conflictividad como una epidemia, no es otra cosa que la tediosa repetición de un libreto que ha sido una constante histórica de largo aliento pero que tiene características casi idénticas desde la Guerra del Agua. Lo único que cambia son los nombres de los líderes de las partes en conflicto, y las fechas de estos. Da lo mismo quien sea el Presidente, o los dirigentes sindicales, o las cabezas de la oposición. No interesa si unos se reputan de “neoliberales”, de centristas o de revolucionarios. Tanto el mandatario y sus colaboradores, como los líderes de las juntas vecinales, o la COB, o la Csutcb, repiten exactamente los mismos argumentos. El presidente Morales suscribiría como suyas las amenazas que hoy recibe desde la calle, y los métodos de bloqueo y asedio a los que es sometido. De igual modo, el Presidente usa los mismos argumentos que varios de sus antecesores en el cargo para defender su posición: el perjuicio que los bloqueos le causan al país (sí, aunque increíble parezca) y los móviles “políticos” de quienes lo asedian.
No me alegro por ello, porque más allá del gobernante de hoy, constato con amargura que no hemos avanzado un milímetro en lo más importante, la construcción de un tejido basado en el respeto, la tolerancia, la idea de que hay una ley superior que debemos obedecer y que todos tenemos tanto derechos como deberes, y que la responsabilidad es una condición sine qua non para construir democracia, de derecha, de centro o de izquierda. Un gigantesco fracaso histórico.
Este ciclo de violencia pasará dentro de unos días, habrá un paréntesis de calma para que los contendientes tomen aliento, y volverán a hacer girar la noria, empujándola como acémilas que dan vueltas moviéndola y pisando sus propias huellas en una rutina infernal.
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