El fracaso de la cumbre Copenhague abrió las puertas para propuestas alternativas desde la “periferia”. El presidente Morales tomó al vuelo la oportunidad e intentó convertirse en protagonista, a partir de su propia postura en la mencionada cumbre, y convocó a la reunión internacional de Cochabamba. Aunque pocos esperaban que el encuentro tuviese eco mundial, bien planteado pudo ser una plataforma de lanzamiento de imagen y, sobre todo, pudo haber marcado pautas razonables de cuestionamientos y propuestas al mundo desarrollado.
Pero se perdió la oportunidad. El Presidente no midió (es lo habitual) el contenido de lo que decía en su discurso principal. Las palabras son armas poderosas, tanto si se usan bien como si se usan mal. El mensaje machista, homofóbico y sexista en la boca de quien reivindica el respeto al otro, colocó a Morales al lado de las posturas más conservadoras y reaccionarias del mundo. El otro problema fue el maximalismo. Dos ideas lo reflejan; la primera, la exigencia de reducir el 50% de emisiones de dióxido de carbono en un plazo perentorio. Eso es simplemente imposible y pedirlo es puramente demagógico. Difícilmente será una propuesta base para el encuentro de Cancún. La segunda, la teoría de que los derechos de la Madre Tierra están por encima de los derechos humanos. Llevando tal premisa al absurdo, sería plenamente justificable que la humanidad decida, en aras de la preservación de la Tierra, cortar en seco la explosión demográfica, ya que ésta es el principal problema para la sustentabilidad del equilibrio ambiental. ¿Cómo se haría? dejo la respuesta al lector, o a quienes afirman que la Tierra es más importante que los seres humanos. El imprescindible equilibrio de la compleja red de la vida no puede ser confundido a tal grado.
Veamos ahora cómo andamos por casa. El gobierno, anclado como en casi todo, en el puro simbolismo, está creyéndose cada vez más sus propias fábulas. No es ni coherente ni honesto el discurso de los “paladines de la salvación de la Madre Tierra” en una sociedad como la nuestra que hace profesión de fe del culto a la suciedad, la acumulación de basura y la contaminación sistemática de ríos, lagos, valles, llanos y montañas. Es difícil encontrar en América Latina comunidad más proclive a agredir el medio ambiente que la nuestra. Véase el comportamiento cotidiano; desde los recibos de pago en la autopista al Alto volando por miles al lado de las casetas de peaje, pasando por las bolsas de plástico que vuelan movidas por el viento al borde de nuestras carreteras en la salida de las grandes ciudades, hasta los desechos humanos contaminando gravemente el aire, o las aguas del Titicaca, o del Mamoré, o el Beni.
No hay educación ciudadana para cambiar comportamientos como la destrucción y agresión sistemática a las áreas verdes de nuestras ciudades, carecemos de políticas estructurales para resolver temas de saneamiento básico y tratamiento de aguas residuales. Todo ello en el contexto de nuestra pobreza extrema no resuelta. Nuestro sistema de áreas protegidas está cada vez más desarticulado y carece de políticas reales de protección y del fortalecimiento de la idea de preservación, sobre todo en lo referido a la migración de los Andes a los llanos y la actitud agresiva y depredadora de esos migrantes en torno al tema. No está claro si el Estado va a priorizar la explotación de recursos naturales en esas zonas o si, por el contrario, está comprometido con la protección de espacios cuya riqueza y biodiversidad tienen rango mundial. Petróleo, gas, represas para generación de energía, siguen como parte de la mitología nacional del peor desarrollismo que el gobierno alimenta, sin la contraparte básica del control ambiental.
Finalmente, está el discurso anticapitalista. Baste mencionar que mientras en Cochabamba el Presidente se desgañitaba contra el capitalismo y el imperialismo de los Estados Unidos (sin citar ni por equivocación la actitud y responsabilidad en la cuestión ambiental de China y la India), su ministro de Economía intentaba convencer a los inversionistas estadounidenses que Bolivia es un buen destino para la inversión externa. El jefe de Gobierno, García Linera, a su vez, se ha visto en figurillas para intentar asegurar a nuestros vecinos que las restricciones draconianas para la inversión que tiene nuestra Constitución pueden flexibilizarse, o reinterpretarse para lograr emprendimientos productivos para los que el país no tiene capacidad económica. No es serio seguir moviéndose en las aguas del libre mercado, los contratos de riesgo compartido (disfrazados, pero de riesgo compartido al fin), el reconocimiento de que nadie invierte si no obtiene ganancias por ello y el capitalismo objetivo de las transnacionales que operan en Bolivia que son mucho más que una docena.
¿Paladines de un nuevo paradigma, quienes seguimos anclados desde tiempos inmemoriales en el rentismo extractivista del Estado y en el más primario de los estadios del modelo pre capitalista? Es difícil de creer.
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