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jueves, 19 de junio de 2008

james petras pertenece a la izquierda norteamericana y siendo profesor universitario es crítico al sistema imperialista a las guerras inducidas

"cómo hacer que los estadounidenses apoyasen el nuevo programa bélico para Oriente Próximo se pregunta petras, a falta de cualquier tipo de amenaza visible, creíble e inmediata...necesitan un incidente terrorista catastrófico que pudiera desencadenar la nueva guerra mundial... encontrar un elemento que permitiese movilizar un apoyo masivo y ciego al inicio de una guerra... en suma se necesitaba un pretexto valedero para lanzar una guerra permanente" el pretexto fue el 11-s y la guerra afganistán primero y luego Irak.

Veamos en primer término el ejemplo del ya experimentado episodio el ataque a Pearl Harbor y la Segunda Guerra y luego el 11-s con todos sus ingredientes de crueldad y odio al árabe musulmán.

Los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 sirvieron a los fines de los constructores militaristas del imperio de Estados Unidos e Israel. La destrucción del World Trade Center y la muerte de casi 3.000 civiles sirvió de pretexto para una serie de guerras coloniales, ocupaciones coloniales y actividades terroristas en todo el mundo, y consiguió el apoyo unánime del Congreso estadounidense a la vez que desencadenaba una campaña de propaganda masiva en todos los medios, a favor de la guerra.


Provocación y pretexto en la guerra contra Japón.
El presidente Franklin Delano Roosevelt (FDR) puso muy alto el listón en materia de provocación y creación de pretextos capaces de socavar el sentimiento mayoritariamente contrario a la guerra, y de unificar y movilizar el país para el conflicto. Robert Stinnett, en su brillante y documentado estudio Day of Deceit: The Truth About FDR and Pearl Harbor (El día del engaño. La verdad sobre FDR y Pearl Harbor) demuestra que Roosevelt provocó la guerra con Japón al seguir metódica y deliberadamente un programa de ocho pasos de hostigamiento y bloqueo contra Japón desarrollado por el comandante Arthur H. McCollum, director del Departamento de Extremo Oriente de la Oficina de Inteligencia de la Marina de Estados Unidos. En el estudio se presenta una documentación sistemática de los telegramas estadounidenses en los que se informaba del seguimiento de la armada japonesa hacia Pearl Harbor, que demuestran claramente que Roosevelt supo de antemano del ataque japonés a la citada base, al haber seguido cada paso de la flota japonesa a lo largo de su recorrido.
Peor aún, Stinnett revela que al almirante H.E. Kimmel, encargado de la defensa de Pearl Harbor, se le negó el acceso a los decisivos informes del espionaje estadounidenses relativos a los movimientos de aproximación de la flota japonesa, con lo que le impidió la defensa de la base. El ataque furtivo de los japoneses, que produjo la muerte de más de 3.000 militares estadounidenses y la destrucción de un gran número de buques y aviones, provocó con éxito la guerra que FDRoosevelt había deseado. En la etapa anterior al ataque, el presidente Roosevelt había ordenado la ejecución del memorando de octubre de 1940 elaborado por los servicios de inteligencia de la Marina y cuyo autor fue el citado McCollum, con las ocho medidas concretas equivalentes a acciones de guerra, entre otras el bloqueo económico de Japón, el suministro de armas a los enemigos de Japón, impedir a Tokio el acceso a determinadas materias primas de valor estratégico para su economía, y la denegación de acceso portuario, con todo lo cual se provocaba la confrontación militar. Para superar el rechazo generalizado a la guerra, Roosevelt necesitaba que Japón cometiese una acción espectacular, destructiva e inmoral contra una base militar estadounidenses claramente defensiva que convirtiese a la pacifista opinión pública norteamericana en una máquina de guerra cohesionada, indignada y biempensante. De ahí la decisión presidencial de rebajar la defensa de Pearl Harbor al negar al almirante Kimmel, datos básicos sobre el previsto ataque del 7 de diciembre de 1941. El precio pagado por EE UU fue de 2.923 muertos y 879 heridos, y una acusación y juicio contra el almirante Kimmel por negligencia. A cambio, Roosevelt consiguió su guerra. El exitoso resultado de la estrategia de Roosevelt condujo a medio siglo de supremacía imperial en la región de Asia y el Pacífico. Sin embargo, un resultado no previsto fue la derrota de las tropas imperiales japonesas y estadounidenses en China continental y en Corea del Norte por los victoriosos ejércitos comunistas de liberación nacional.

El pretexto del 11 de septiembre y las invasiones de Iraq y Afganistán
En 2001, la gran mayoría del público estadounidense estaba preocupado por una serie de problemas internos: la recesión económica, la corrupción empresarial (Enron, WorldCom, etc.), el estallido de la burbuja punto com o cómo evitar un nuevo enfrentamiento militar en Oriente Próximo. No se percibía en Estados Unidos ningún interés en ir a la guerra por Israel, ni lanzar una nueva contra Iraq, especialmente después de la derrota y humillación de este país diez años antes, y de las brutales sanciones económicas que se le habían impuesto. Las compañías petroleras estadounidenses negociaban nuevos acuerdos con los países del Golfo y tenían en perspectiva, con algo de suerte, un Oriente Próximo estable y en paz con el único borrón de Israel y sus salvajes ataques contra los palestinos y sus amenazas a sus adversarios. En la elección presidencial del año 2000, George W. Bush fue elegido a pesar de haber perdido en la votación popular, en gran parte gracias a manejos electorales (con la complicidad del Tribunal Supremo) que impidieron el voto de parte de la población de raza negra en Florida. La belicosa retórica de Bush, y su énfasis en la seguridad nacional, tuvo ecos sobre todo en sus asesores sionistas y en el lobby pro israelí; el resto de estadounidenses hizo oídos sordos. Esta brecha entre los planes para Oriente Próximo de sus principales cargos sionistas en el Pentágono, la oficina del vicepresidente y el NSC, y las preocupaciones del pueblo estadounidense en general con sus problemas internos era llamativa. Ni los artículos de los periódicos sionistas, ni la retórica y la teatralidad anti árabe y anti musulmana proferida por Israel y sus portavoces en EE UU tenían repercusión sobre la opinión pública. En general, nadie creía en una amenaza inminente para la seguridad nacional por un ataque terrorista catastrófico, definido como un ataque con armas químicas, biológicas o nucleares. La opinión pública estadounidense estimaba que las guerras de Israel en Oriente Próximo y la exigencia por parte de sus voceros en Estados Unidos de una intervención no formaban parte de sus vidas ni de los intereses nacionales.
El principal desafío de los militaristas del gobierno de Bush era cómo hacer que la opinión pública estadounidense apoyase el nuevo programa bélico para Oriente Próximo a falta de cualquier tipo de amenaza visible, creíble e inmediata por parte de un país soberano de Oriente Próximo.
Los sionistas gozaban de posiciones privilegiadas en todos los puestos clave de gobierno como para lanzar una guerra ofensiva de alcance mundial. Tenían ideas claras sobre qué países atacar (los adversarios de Israel en Oriente Próximo), habían definido la ideología pertinente (guerra contra el terrorismo, defensa preventiva), habían proyectado una secuencia bélica, y habían vinculado su estrategia bélica regional a una ofensiva militar global contra todo tipo de gobiernos, movimientos y líderes opuestos a la construcción imperial por los medios militares estadounidenses. Lo único que necesitaban era coordinar a la élite para facilitarle un incidente terrorista catastrófico que pudiera desencadenar la nueva guerra mundial que habían expuesto y defendido públicamente.
La clave del éxito de la operación consistía en incitar a los terroristas y en propiciar una negligencia calculada y sistemática, marginando deliberadamente a los agentes de los servicios secretos y los informes de organismos de inteligencia que identificaban a los terroristas, sus planes y sus métodos. En subsiguientes audiencias de investigación, era preciso fomentar la imagen de negligencia, ineptitud burocrática y fallos de seguridad a fin de cubrir la complicidad del gobierno en el éxito de los terroristas. Era absolutamente esencial contar con un elemento que permitiera movilizar un apoyo masivo y ciego al lanzamiento de una guerra mundial de conquista y destrucción centrada en los países y los pueblos árabes y musulmanes, y este elemento era un acontecimiento catastrófico del que pudiera responsabilizarse a éstos.
Después del choque inicial del 11 de septiembre y la campaña propagandística desencadenada, que saturó los hogares estadounidenses, algunos elementos críticos comenzaron a cuestionar los preparativos del atentado, especialmente cuando algunos informes de organismos de inteligencia nacionales y extranjeros comenzaron a difundir que los responsables estadounidenses de las políticas tenían informaciones claras de los preparativos del ataque terrorista. Tras muchos meses de presión popular sostenida, el presidente Bush procedió a crear una comisión de investigación de los hechos del 11 de septiembre, presidida por antiguos políticos y funcionarios gubernamentales. Philip Zelikow, académico y ex funcionario gubernamental, destacado defensor de la defensa preventiva (es decir, la política de guerra ofensiva promovida por los militantes sionistas del Gobierno), fue nombrado director ejecutivo encargado de preparar y redactar el informe oficial de la Comisión de Investigación del 11 de septiembre. Zelikow estaba al corriente de la necesidad de un pretexto –como el del 11 de septiembre– para lanzar una guerra permanente de ámbito mundial que él mismo había recomendado. Con una sagacidad que sólo podía venir de alguien familiarizado con el montaje que condujo a la guerra, Zelikow había escrito: “Como Pearl Harbor, este acontecimiento dividiría a nuestro pasado y nuestro futuro en un antes y un después. Estados Unidos (sic) podría responder con medidas draconianas, reducción de las libertades civiles, una mayor vigilancia de los ciudadanos, la detención de sospechosos y la utilización de fuerza letal (tortura)”, (véase Philip Zelikow y otros, Catastrophic Terrorism – Tackling the New Dangers, Foreign Affairs, 1998).
Zelikow dirigió el informe de la Comisión que eximió al gobierno de todo conocimiento o complicidad en el 11-S, pero que convenció a pocos estadounidenses, al margen de los medios de comunicación y el Congreso. Las encuestas realizadas en el verano de 2003 sobre los datos y las conclusiones de la Comisión mostraron que una mayoría de la opinión pública estadounidense, especialmente la población neoyorquina, expresaba públicamente un alto grado de desconfianza y rechazo. El público sospechaba de la complicidad del Gobierno, especialmente cuando se reveló que Zelikow había consultado a algunas de las principales figuras investigadas, como el vicepresidente Dick Cheney y el gurú presidencial Karl Rove. En respuesta a los ciudadanos escépticos, Zelikow tuvo un rapto de locura y calificó a los no creyentes de “gérmenes patógenos cuya infección debía combatirse.” Con un lenguaje que recordaba la retórica social-darwinista hitleriana, se refirió a las críticas al encubrimiento de la Comisión como “bacterias que pueden infectar el cuerpo entero de la opinión pública.” Sin duda, este berrinche pseudocientífico reflejó el miedo y asco que Zelikow siente por los que lo involucraron con un régimen militarista que inventó el pretexto para una guerra catastrófica en favor del Estado favorito de Zelikow: Israel.
A lo largo de la década de 1990, la construcción imperial desarrollada por EE UU e Israel había tomado una renovada virulencia: Israel siguió despojando a los palestinos y ampliando sus asentamientos coloniales; y George Bush senior invadió Iraq y destruyó sistemáticamente la infraestructura económica militar y civil de este país, a la vez que fomentaba la creación del estado satélite de Kurdistán, tras la adecuada limpieza étnica, al norte del país. Como su antecesor, Ronald Reagan, el presidente George H. Bush dio su apoyo a fuerzas irregulares anticomunistas en su conquista de Afganistán, fuerzas que libraron una guerra santa contra un gobierno laico nacionalista y de izquierdas. Al mismo tiempo, intentó equilibrar la construcción imperial por vía militar con la expansión del imperio económico estadounidense, sin ocupar Iraq y tratando, sin éxito, de frenar la expansión colonial israelí en Cisjordania.
Con la llegada de Bill Clinton a la presidencia, se retiraron todas las trabas a la construcción militar del imperio. Clinton provocó una destructiva guerra balcánica, bombardeó sin piedad y desmembró Yugoslavia, bombardeó periódicamente Iraq y amplió las bases militares estadounidenses en los Emiratos Árabes. Bombardeó la principal fábrica de productos farmacéuticos de Sudán, invadió Somalia e intensificó el criminal boicot económico a Iraq que produjo la muerte de unos 500.000 niños. En el seno del gobierno de Clinton, algunos sionistas liberales pro Israel se unieron a los constructores del imperio en posiciones clave para la elaboración de políticas. La expansión militar y la represión israelíes alcanzaron nuevas cotas a medida que los colonos judíos financiados por EE UU y las fuerzas militares israelíes, fuertemente armadas, asesinaban a adolescentes palestinos desarmados que protestaban contra la presencia en los territorios ocupados durante la primera Intifada. En otras palabras, Washington amplió su penetración y ocupación militar en los países y las sociedades árabes, desacreditando y debilitando así el poder de sus gobiernos satélites sobre sus respectivos pueblos.
Estados Unidos puso fin a la ayuda militar que había dado a los grupos armados anticomunistas islámicos de Afganistán, una vez alcanzados los objetivos estadounidenses de destrucción del régimen laico apoyado por la Unión Soviética (acompañada por el asesinato de miles de maestros.) Como consecuencia de la financiación estadounidense se creó una vasta y desestructurada red de combatientes islámicos bien entrenados dispuestos a la lucha contra otros regímenes. Muchos de ellos fueron trasladados por el gobierno de Clinton a Bosnia, donde los combatientes islámicos combatieron en una guerra por delegación y separatista contra el gobierno central, laico y socialista, de Yugoslavia. Otros recibieron financiamiento para desestabilizar Irán e Iraq, y fueron considerados por Washington como fuerzas de choque para futuras conquistas militares estadounidenses. No obstante, la coalición imperial de Clinton, formada por colonialistas israelíes, combatientes mercenarios islámicos y separatistas kurdos y chechenos se deshizo a medida que Estados Unidos e Israel avanzaban hacia la guerra y la conquista de Estados árabes y musulmanes, y Estados Unidos ampliaba su presencia militar en Arabia Saudí, Kuwait y los Estadosos del Golfo.
No fue fácil vender la construcción del imperio basado en el dominio militar contra Estados nación existentes; ni al público estadounidense, ni a los constructores del imperio basado en el mercado de Europa Occidental y Japón, ni a los emergentes de China y Rusia. Washington tuvo que crear las condiciones para una provocación de gran envergadura, que superase o debilitase la resistencia y oposición de los constructores del imperio rivales. Más concretamente, Washington necesitaba un acontecimiento catastrófico capaz de dar la vuelta a la opinión pública, que se había opuesto a la primera guerra del Golfo y que luego apoyó una rápida retirada de las tropas estadounidenses de Iraq en 1990.
Los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 sirvieron a los fines de los constructores militaristas del imperio de Estados Unidos e Israel. La destrucción del World Trade Center y la muerte de casi 3.000 civiles sirvió de pretexto para una serie de guerras coloniales, ocupaciones coloniales y actividades terroristas en todo el mundo, y consiguió el apoyo unánime del Congreso estadounidense a la vez que desencadenaba una campaña de propaganda masiva en todos los medios, a favor de la guerra.

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