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martes, 12 de abril de 2011

Análisis descarnado de la realidad peruana en la circunstancia electoral y su dimensión socio política aparece en este texto del joven escritor Alvaro Vargas Llosa que nos muestra a un Perú disconforme consigo mismo y de futuro incierto

El resultado que temíamos se dio. En el mejor momento político y económico de su historia republicana, una mayoría de peruanos ha optado, en los comicios presidenciales celebrados ayer, por dos candidaturas de raíz y vocación antimodernas. El primero -y el gran ganador- fue Ollanta Humala, un hombre de convicciones nacionalistas y estatistas, de formación y mentalidad militar, que representa en cierta forma lo contrario de lo que ha llevado al país a su auge actual en la última década, independientemente de que eso sea lo que termine haciendo o no en caso de ganar la segunda vuelta. La segunda, bastante lejos del primero, Keiko Fujimori, es la hija, colaboradora y alma gemela, políticamente hablando, de quien destruyó todas las instituciones de Perú en los años 90, violó los derechos humanos y ahogó a los peruanos en un mar de corrupción. ¿Qué pasó?
Muchas cosas. Desde el punto de vista meramente electoral y estratégico, la división de las fuerzas democráticas en tres candidaturas -las de Alejandro Toledo, Pedro Pablo Kuczynski y Luis Castañeda- que se entremataron a lo largo de la campaña resultó mortal para las aspiraciones de la mitad del país que ellas representaban. Pero el análisis de fondo tiene que ver con el hecho de que la otra mitad de peruanos -la única que estará representada en el "balotage"- profesa un gran desapego por el sistema democrático y el modelo económico tal y como lo percibe, siente y vive a diario.

Esto se manifiesta de tres formas: bolsones de pobreza donde no llegan los beneficios económicos todavía; un desfase entre el gran crecimiento económico y los servicios públicos paupérrimos, que van desde un sistema de abastecimiento de agua potable al que no tiene acceso directo más de la cuarta parte de ciudadanos, hasta una judicatura corroída por la ineficiencia, la discriminación y la corrupción; y, finalmente, una inseguridad que ha llevado a casi la tercera parte de ciudadanos a ser víctimas de alguna forma de delincuencia o criminalidad en años recientes.
Esto no desmerece el progreso arrollador que ha vivido Perú en el campo político y económico en la última década. Que la pobreza haya caído a un tercio de la población, cuando superaba el 50% hace una década, y que, por ejemplo, haya cinco veces más demanda que oferta de vivienda o que el tejido empresarial se haya llenado de gentes procedentes de familias que pertenecieron hasta ayer al Perú miserable no es una ilusión estadística. Por otro lado, que los gobernantes están sometidos a fiscalización parlamentaria, que la prensa es libre, que los militares están subordinados al poder civil, que el derecho de asociación se ejerce sin restricciones y que las calles están llenas de manifestantes todo el tiempo por cualquier motivo no es un dato superficial. Ambas cosas -la emergencia de una clase media numerosa y los usos cotidianos de la democracia republicana- son muy reales y abarcan a un número enorme de peruanos. Pero es evidente que eso no prevaleció, en el ánimo ciudadano, por encima de la enemistad que muchos peruanos profesan por el actual modelo.

Quizás esta enemistad hubiera tenido una manifestación menos drástica si no fuese porque, además, se da una fragilidad institucional que implica la ausencia de partidos políticos dignos de ese nombre. La falta de estructuras capaces de dar forma, orden y límites al rencor ciudadano contra su condición o contra los representantes del país oficial facilita el caudillismo autoritario del que Humala y Fujimori son, independientemente de las diferencias ideológicas, expresiones cabales.

Humala tiene importantes puntos a su favor. Su arraigo en provincias es muy superior al de cualquier otro candidato. Pero de ganar el 5 de junio, la pregunta es: ¿Le espera a Perú un nuevo Chávez?

No lo sabemos aún. Y eso -que no lo sepamos- en cierta forma lo dice todo. Porque no serán las instituciones, sino la decisión de un solo hombre, si se confirma una victoria de Humala en la segunda vuelta, la que responderá esa pregunta. El futuro de la democracia y la modernización dependerá de que él quiera darles a ambas cosas continuidad o no: el país subordinado a la voluntad suprema de un caudillo, que deberá decidir si se regenera y opta por la "vía Lula", o si vuelve a su raíz ideológica, mezcla de nacionalismo militarista y socialismo económico.

Algo diferencia al Perú que ha dado su respaldo a corrientes autoritarias de la Venezuela, la Bolivia o el Ecuador que hicieron lo propio hace algunos años. La diferencia es que esos tres países habían fracasado. El Perú de hoy es el que emergió, renovado, del fracaso pasado. Pocos, entre aquellos a quienes les va mal hoy, vivieron mejor en tiempos anteriores; pocos de quienes han progresado -muchos millones de personas- vivían mejor en el Perú del ayer.  Es esta apuesta autodestructiva por la antimodernidad, desde la antesala misma de la modernidad, la que diferencia el caso peruano de los otros y dará, sin duda, mucho que hablar en los próximos meses y años.
Alvaro Vargas Llosa, escritor y columnista peruano 

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