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miércoles, 26 de marzo de 2008

Thierry Meyssan analiza a la luz de los hechos, algunos totalmente desconocidos para la generalidad, los cinco años de una guerra sin sentido

La prensa internacional dedica sus ediciones del 19 y del 20 de marzo al balance de la guerra en Irak, al cumplirse 5 años del comienzo de la invasión anglosajona. Desgraciadamente, no se trata de un balance político sino únicamente de una prolongación de la campaña electoral estadounidense tendiente a responder a la pregunta del día: ¿Hay que retirar los soldados estadounidenses? Dos argumentos igualmente cínicos se oponen. Por un lado, los republicanos siguen afirmando que «¡La escalada (surge) funciona!», o sea que tarde o temprano acabarán por aplastar la rebelión y dominar el país. Por el otro lado, los demócratas agitan el último libro de Joseph Stiglitz, La Guerra de 3 billones de dólares, reclamando mejoras en vez de cañones. Ninguno de los dos bandos ofrece la menor perspectiva, ni para la región que Estados Unidos ha devastado ni para el Imperio que se encuentra al borde del abismo.
Lo cierto es que para hacer un balance político de la guerra en Irak habría que empezar por analizar sus móviles y los medios empleados para alcanzarlos. Pero ni la prensa atlantista ni los candidatos a la Casa Blanca pueden aventurarse en ese terreno ya que ninguno de ellos ha dado el más mínimo paso para reconocer sus propios errores de análisis y revisar su doctrina.
No es posible hacer un balance sin revisar las causas
Resulta imposible entender la guerra de Irak si se ignoran –o se finge ignorar– una parte de los intereses económicos ligados al conflicto, los planes sionistas y la coalición de esas dos fuerzas. Es imposible entender cómo fue que la administración Bush lanzó Estados Unidos a la guerra si se persiste en la mentira del 11 de septiembre y en el cuento de la «guerra contra el terrorismo».
Permítanme recordar aquí cómo fue que la prensa atlantista rechazó las pruebas para seguir insistiendo en su error. Poco después de los atentados de Nueva York y de Washington, publiqué una obra de ciencias políticas, L’Effroyable imposture, destinada al gran público. En ella, luego de demostrar la nulidad de la versión de los hechos que ofrecía la administración Bush, estudiaba yo en detalle las consecuencias políticas. Me convertí así en el primero en anunciar la guerra contra Irak, guerra que nadie había previsto en aquel entonces y que efectivamente estalló al año siguiente.
Buscando un argumento rápido para desacreditar mi trabajo, el diario «de referencia» (sic) Le Monde aseguraba en un vitriólico editorial que las consecuencias de mi propia versión sobre el 11 de septiembre eran tan grotescas que desmentían por sí mismas lo que yo afirmaba. Edwy Plenel escribía entonces, de forma sarcástica: «si el ataque vino de adentro, y no de afuera, fue el resultado de un complot urdido por los elementos más extremistas del ejército americano, que querían obtener la aprobación del presidente para lanzarse al asalto de Afganistán y, dentro de poco, de Irak» [1]. Y los dirigentes de Le Monde, precipitándose a los estudios de televisión al grito de « ¡Todos somos americanos!», se reían mientras sugerían que yo tenía 11 años de atraso, ya que el ataque contra Irak había sido 1991.
Uniéndose a las diatribas, la publicación mensual Le Monde diplomatique publicaba una crónica sobre mi libro. En ella, Serge Halimi centraba su juicio en una frase de la obra que, según él, ilustraba mi total incompetencia: «La realidad deja mal parada otra hipótesis presentada como elemento probatorio. Nos dicen así (en la página 69) que “Henry Kissinger es la figura tutelar, el inspirador de los halcones” a la raíz del golpe de Estado. Eso es no conocer la historia americana» [2]. El problema es que el papel del señor Kissinger en la preparación de la guerra contra Irak fue después ampliamente probado por Bob Woodward y el «querido Henry» impuso como gobernador de Irak a su protegido y socio, L. Paul Bremer III.
Permítaseme observar que si los sesudos se equivocaron, fue porque partían de bases falsas. Por consiguiente, no serán capaces de entender la guerra contra el terrorismo mientras no se tomen el trabajo de revisar su visión del 11 de septiembre.
A los que me contradicen, les recuerdo que aquella divergencia inicial nos condujo a interpretaciones opuestas de cada etapa de la guerra en Irak. A pesar de los informes de los inspectores de la ONU dirigidos por Hans Blix, la prensa atlantista se tragó la acusación anglosajona de que Sadam Husein disponía de armas de destrucción masiva y de misiles capaces de golpear Gran Bretaña en 45 minutos y Miami en unas pocas horas. Después, se dejó hipnotizar por el show de Colin Powell en el Consejo de Seguridad acusando al Irak laico de estar apoyando a los extremistas religiosos de Al-Qaeda.
Esa misma prensa tampoco dudó ni un instante que los misiles cruceros que caían sobre Bagdad fueran capaces de matar exclusivamente a los dirigentes del partido Baas sin afectar a la población civil. Nos inundó de imágenes sobre la liberación de París en las que los franceses llenos de regocijo aplaudían a los soldados estadounidenses condicionándonos así para «vivir en vivo y en directo la liberación de Bagdad», y se entusiasmó con el derribo de una estatua de Sadam Husein por un grupo de comparsas [3].
También ocultó que la Autoridad Provisional de la coalición era en realidad una empresa privada diseñada según el modelo británico de la Compañía de Indias y destinada a saquear el país [4]. Por el contrario, esa misma prensa les hizo creer a sus lectores y telespectadores que se trataba de un organismo público comparable a los que reconstruyeron Alemania y Japón al término de la Segunda Guerra Mundial.
Pongamos fin en este punto a esta penosa enumeración para plantear la problemática central: la prensa atlantista y los candidatos a la Casa Blanca persisten en afirmar que se trataba de una guerra justa. Como acaba subrayar el presidente Bush, el único debate es «sobre la cuestión de saber si valió la pena hacer la guerra por eso, si vale la pena proseguir la lucha y si podemos ganarla» [5]. Se trata en realidad de una anacrónica empresa de colonización cuyo objetivo es satisfacer a la vez los intereses del lobby de la energía, del complejo militaro-industrial y de la colonia sionista de Palestina.
Ya que estamos, aprovechemos la ocasión para liquidar algunos de los numerosos clichés que recubren las páginas de los diarios de esta semana. Es de buen tono decir que la guerra fue un brillante éxito y que la cosa cambió después de la caída del tirano. ¿Podía acaso ser de otra manera? El ejército iraquí estaba sometido a un embargo desde su derrota de 1991. En otras palabras, estaba desarmado. Pero de todas formas, la coalición desplegó medios desmesurados para vencerlo, como quien utiliza un yunque para aplastar una mosca. Resulta evidente que el problema no era la victoria sino lo que iba a suceder durante el período post-Sadam Husein.
Por otro lado, la prensa atlantista atribuye retrospectivamente la responsabilidad del fracaso de ese período a la decisión de Paul Bremer de disolver el ejército iraquí afirmando que los soldados desmovilizados se transformaron inmediatamente en insurrectos. Eso es un error de análisis. Cuando el gobernador Bremer disolvió el ejército iraquí, este último ya no existía. Sus hombres habían preferido la deserción a la rendición. El caos no fue consecuencia de la decisión de Bremer sino del derrocamiento del Estado, lo cual era el objetivo de guerra del movimiento sionista. No queda más remedio que repetir aquí que, si se cometió algún error, este no residió en la acción de la coalición sino en la interpretación de dicha acción por parte de la prensa.
Para los árabes, el balance de la guerra se compone de sufrimientos y destrucción: 1 millón de muertos y 4,5 millones de desplazados y refugiados; decenas de miles de hombres, mujeres y niños detenidos sin juicio en prisiones estadounidenses o iraquíes; regiones enteras irradiadas y contaminadas hasta convertirlas en lugares inhabitables; los vestigios de las civilizaciones urbanas más antiguas del mundo saqueados, devastados, incluso sepultados bajo el asfalto. Del lado de los occidentales, el balance es el derrocamiento de las democracias por la mentira y el oscurantismo, el regreso a los crímenes coloniales y a la barbarie y la completa transformación de la economía de Estados Unidos en economía de guerra.
Pero, luego de haber tomado conciencia de esa negra realidad, lo que se impone, más que las lamentaciones y los arrepentimientos, es la necesidad de reflexionar sobre la futura evolución de dicha realidad y sobre nuestra propia capacidad para cambiar lo que está pasando.
¿Y ahora?
¿Qué va a pasar ahora? La renuncia del almirante William Fallon exacerbó el conflicto entre los oficiales superiores estadounidenses [6]. Por un lado, el general David Petraeus se felicita por los resultados de su propia estrategia. El aumento de la cantidad de soldados desplegados coincidió con la disminución de la violencia. El general exige, por consiguiente, que se mantenga en Irak una fuerza de 140 000 estadounidenses. Por el otro lado, el general Mike Mullen, inquieto debido al excesivo despliegue y el cansancio de sus tropas, trata por todos los medios de retirarlas para evitar una inminente ruptura logística, seguida de una previsible derrota.
El 8 y el 9 de abril Petraeus comparecerá ante el Congreso, que tendrá que tomar una decisión. Los partidarios de la ocupación están haciendo todo lo posible para que el general esté acompañado sólo por sus más fieles subalternos mientras que los partidarios de la retirada tratan de introducir en la audiencia la presentación de algún testigo acusatorio, ya que la decisión de los congresistas y el sentir de la opinión pública dependerán de la percepción que tengan de la continuación de la aventura.
Contrariamente a lo que afirma David Petraeus, la mejoría securitaria no tiene mucho que ver con los 30 000 soldados estadounidenses que recibió como refuerzo. El general ordenó reducir la cantidad de patrullas en las ciudades y limitar lo más posible las salidas de los cuarteles. Si está tratando de mantener un cuerpo expedicionario tan numeroso es porque necesita hombres para realizar, ocasionalmente, operaciones punitivas de gran envergadura. Lo hace sobre todo porque necesita mantener esa cantidad de hombres en la zona para pasar después a la segunda fase: el ataque contra Irán que, aunque ya no aparece en la agenda, tendría que ser descartado definitivamente si se retiran las tropas.
Los resultados del general Petraeus son en realidad fruto de una estrategia que elaboró su consejero australiano, David Kilcullen. La idea de base consiste en «desmenuzar» la resistencia, convertir este movimiento nacional en una multitud de grupúsculos desarticulados. Los kurdos se mantuvieron en calma mientras creían en las promesas que Washington venía haciéndoles desde hace 16 años: si cooperan tendrán, algún día, un Estado independiente con un subsuelo rico en petróleo. Los chiítas se calmaron cuando los británicos convirtieron a sus líderes en dirigentes asociándolos a la administración regional y luego a la nacional y porque Irán exhortó a los más irreductibles a contenerse. En cuanto a los sunnitas, estos pusieron fin a sus ataques cuando se logró identificar a los jóvenes más rebeldes y se les trató como a delincuentes, no como a idealistas, o se les empezó a pagar 10 dólares diarios a unos 80 000.
El general David Petraeus no tiene ninguna intención de explicarle eso al Congreso porque sabe que no podrá seguir mucho tiempo por ese camino. Su estrategia de contrainsurgencia al alcanzado su límite: se está haciendo incompatible con los objetivos de sus jefes, el tándem Bush-Cheney, que goza del apoyo de las transnacionales del petróleo y de la fabricación de equipos. Y su «plan B» no es nada halagüeño.
El principal objetivo de la Casa Blanca en este momento es obtener, en primer lugar, la adopción por parte del parlamento iraquí y la posterior ratificación por el gobierno de una ley que autorice las compañías petroleras estadounidenses a explotar los recursos del país en condiciones extremadamente onerosas para este último [7]; y después, la firma y ratificación de un acuerdo de seguridad Irak-EE.UU. que posibilite la instalación de bases militares estadounidenses con prerrogativas extraterritoriales para los próximos siglos.
Para alcanzar dichos objetivos, el vicepresidente Cheney viajó esta semana a Irak y recorrió la región. Obtuvo la promulgación de una nueva ley electoral, bloqueada desde febrero. Sobre esa base, el 1º de octubre habrá elecciones legislativas de las que saldrá un nuevo parlamento, más dócil. Durante mes y medio, se orquestará una luna de miel entre Bagdad y Washington para dar tiempo a que pase la elección presidencial en Estados Unidos. Después, en cuanto se concreten la ley sobre el petróleo y el acuerdo de seguridad, habrá un nuevo incendio de escala nacional contra la ocupación. La única forma de garantizar la victoria para el futuro consiste en reducir desde ahora el potencial de la resistencia. Ese es el «plan B».
La Casa Blanca ha decidido recurrir por el momento al apoyo de los sunnitas, con ayuda de Arabia Saudita, contra los demás pueblos iraquíes. La nueva ley electoral ha sido concebida para fortalecer la representación sunnita en el seno del parlamento. Por otro lado, se ha enviado un mensaje claro a los kurdos, a través del ejército kurdo. Falta erradicar las milicias chiítas antes de que se rebelen. Eso es lo que tratará de hacer el general iraquí Mohan al-Furayji durante los próximos 6 meses.
El almirante Fallon, que acaba de dimitir del Central Command, estimaba que ese «plan B» estaba condenado al fracaso. Fallon, que era el último alto oficial que estuvo en la guerra de Vietnam, había advertido sobre los combates que habría que librar en el sur de Irak, ya no en el desierto sino en los pantanos de Al-Basra. En segundo lugar, Fallon anticipaba que una guerra contra los chiítas iraquíes desestabilizaría inmediatamente el vecino Kuwait, y a más largo plazo Bahrein y Arabia Saudita. En tercera, Fallon consideraba que neutralizar a los combatientes sunnitas pagándoles 10 dólares diarios es la garantía de que se vuelvan en cuanto puedan contra Estados Unidos, y con las armas proporcionadas por EE.UU.
En todo caso, Petraeus y Kilcullen siempre dijeron que evitarían ese problema regularizando al cabo de cierto período a sus combatientes-asalariados, o sea integrándolos a las fuerzas iraquíes de seguridad. Pero no se ve cómo podrían estas últimas absorber instantáneamente una masa de 80 000 hombres sin que se produzcan infiltraciones provenientes de la resistencia. Por el momento, parece que 49 unidades ya se pasaron al otro bando con todo su armamento y que 38 más amenazan con hacerlo si no se regulariza inmediatamente la situación de sus hombres [8].
Como yo mismo señalé la semana pasada en estas columnas, William Fallon había negociado exitosamente con Irán para pacificar la región. La confirmación del acuerdo tuvo lugar durante una reunión secreta en la que participaron el presidente iraní Mahmud Ahmadinejad y el jefe del Estado Mayor conjunto de Estados Unidos, Mike Mullen, el pasado 2 de marzo, en Bagdad. Pero fue desautorizado por la Casa Blanca y no se cumplieron los compromisos adoptados a nombre de Estados Unidos. Cosa que tampoco podrá explicar David Petraeus ante el Congreso. La ruptura unilateral de ese acuerdo secreto condujo Teherán a la adopción de medidas de respuesta, en primer lugar a estimular la rebelión entre radicales chiítas iraquíes.
Además, como China y sobre todo Rusia estuvieron asociadas a aquellas negociaciones y no pueden aceptar un dispositivo que constituye una evidente amenaza para la integridad de Irán, ambas potencias también tomaron medidas de respuesta. La discreta visita del general Leonid Ivashov a Damasco, seguida de un viaje oficial del ministro ruso de Relaciones Exteriores Serguei Lavrov, abrió el camino a una transferencia masiva de armas a la resistencia en Irak, Líbano y Palestina.
Si alguna enseñanza se puede sacar de los cinco primeros años de la guerra de Irak es que algunos de sus protagonistas nunca aprenden de sus propios errores. Los líderes kurdos, como siempre lo han hecho desde hace un siglo, llevaron a su pueblo a un callejón sin salida [9]. El Pentágono hizo con sus asalariados sunnitas lo mismo que en Afganistán y tendrá que afrontar las mismas consecuencias: entrenó y armó a truhanes hasta convertirlos en incontrolables señores de la guerra. En cuanto a la Casa Blanca, esta se obstina en anteponer los intereses de un grupo de empresas (en este caso Bechtel, BP, Chevron, ExxonMobil, Halliburton, Shell, etc.) a los intereses de los propios Estados Unidos y cree, contra toda lógica, que la corrupción y la violencia permiten controlar cualquier situación.
El general Leonid Sajin, un hombre que por haber vivido la muerte de la URSS concibe sin dificultad la de Estados Unidos, declaraba el martes en Moscú: «La guerra de Irak, que dura desde hace 5 años, tiene prácticamente exhausto al ejército estadounidense, que se consideraba hasta ahora como el más poderoso del mundo. Sólo la desesperación puede llevar ahora a Estados Unidos a desencadenar una guerra contra Irán. Una guerra de ese tipo significaría el fin de ese ejército.
Afectado por la recesión económica y teniendo en cuenta la baja moral de sus militares, Estados Unidos no aguantará». Nosotros podemos agregar que Estados Unidos tampoco sobrevivirá a una guerra en los pantanos iraquíes contra Irán, representado por las milicias chiítas.

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