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domingo, 15 de mayo de 2011

Carlos Mesa se refiere a Lydia Gueiller en términos que enaltecen su memoria. Entendió su tarea de reencauzar el proceso democrático, como que después de García Meza, se reconstituyó el gobierno en base al resultado electoral alcanzado por Lydia.

Con la muerte de Lydia Gueiler se cierra una de las más notables páginas de la historia política boliviana. Paz Estenssoro, Siles Zuazo, Guevara y Lechín que, a su turno, ocuparon la presidencia o la vicepresidencia de la República, lideraron una generación política de una dimensión, que se puede juzgar ya con la distancia histórica, suficiente. Lydia Gueiler es la última presidenta de esa saga.
Quizás la palabra dignidad sea la que mejor defina el Gobierno de Lydia Gueiler. Dignidad frente a la fuerza atrabiliaria de hombres armados, dignidad frente a las agresiones de un “jefe de la seguridad presidencial” que aún nos avergüenzan a todos, dignidad frente a los despropósitos del radicalismo político que con tanta facilidad se ceba en quienes tienen, a través de complejos equilibrios, que garantizar el futuro.
La Presidenta entendió perfectamente cuál era su tarea histórica, reencauzar un proceso democrático amenazado por todas las puntas, amenazado sobre todo por el maximalismo de quienes en el lugar que ocupaban se creían con derechos, desde el ético hasta el de la fuerza bruta, pasando por el cálculo político electoral o por la búsqueda de popularidad del sindicalismo más desbocado.
¿Pero, cuál fue verdaderamente su toque mayor de dignidad? Sacrificar su propia imagen, su “obligación” de actuar con el rigor que la Constitución demanda, a favor de un bien realmente superior, la democracia y la paz para el pueblo boliviano.
Lydia Gueiler demostró entonces que entendía perfectamente el mandato de su hora política. Acompañada por un grupo de ciudadanos que (con algunas execrables excepciones) estuvieron dispuestos a encarar la tarea de llegar al puerto electoral y si era posible a la entrega democrática del mando, dedicó todos sus esfuerzos a trazar esa ruta. Supo desde el primer día, como lo había sabido Guevara que prefirió quemar las naves en el fuego de la idea subjetiva de cuál era la tarea que se le había encomendado, que había que hacer lo inverso, garantizar que las elecciones fueran limpias y que se llevaran a cabo. Alguien podrá decir que no logró su objetivo, pues fue derrocada por uno de los golpes más nefastos de nuestra historia, que lo primero que hizo fue anular los comicios; pero, sí lo logró. Finalmente la democracia recobrada definitivamente el 10 de octubre de 1982, llegó de la mano del reconocimiento de la elección que había ganado Hernán Siles Zuazo en 1980, elección por la que Lydia Gueiler se jugó completamente.
Pero además, fue la primera y única mujer Presidenta de nuestra historia. No llegó al cargo por un acaso. Su vida como activista política y como mujer de partido se inicio en la década de los años cuarenta y siguió el intenso tránsito de la revolución y sus propias contradicciones. Gueiler se alineó en la crisis movimientista al lado de Lechín con la creación del efímero y poco destacado Partido Revolucionario de Izquierda Nacional (PRIN), para volver a las filas de la tradición histórica con Paz Estenssoro en la elección de 1979 que la hizo diputada y presidenta de la cámara baja.
No fue fácil ser mujer y Presidenta en un país todavía acorralado por el machismo más secante (del que no nos acabamos de desprender). Las críticas sobre su capacidad estaban casi siempre filtradas por una cierta mirada por encima del hombro por parte de los hombres. A diferencia de sus antecesores, no se cebaba en sus incapacidades reales o inventadas en el manejo del Gobierno, sino en su condición de mujer, con toda la ambigua maledicencia del peor humor popular.
El tiempo le dio la razón. Su espíritu democrático se tradujo en su vida política después de la presidencia (como parlamentaria y embajadora). La dignidad de la que hizo gala en el mando, fue parte de su vida cotidiana hasta el día de su muerte. Fue llamada por la historia para ocupar un lugar doblemente importante, como mujer y como política, y respondió adecuadamente a ambos en las peores circunstancias que imaginarse pueda. Para juzgar su gobierno es imprescindible valorar el momento de extrema crisis que le tocó. Pocos recuerdan en ese contexto la valentía especial que tuvo al encarar, en medio de la turbulencia y ante posiciones populares desmesuradas, una crisis económica que se preanunciaba y que terminó desencadenándose con toda crueldad. La devaluación monetaria que impuso en diciembre de 1979 fue el último esfuerzo sensato de estabilización antes del desastre, y lo asumió a sabiendas de que no le significaría ningún rédito personal, sino todo lo contrario.
Las veces que conversé con ella sentí que había hecho carne de los valores democráticos, que cuando hablaba de su admiración por el pueblo boliviano (“ese pueblo maravilloso”) lo sentía de verdad, no era una frase para la platea. Siempre fue una mujer de acción en la política diaria, en la huelga de hambre (que alguna vez hizo) y en la barricada, pero cuando le tocó pensar en el Estado, fue una mujer de Estado.
Lydia Gueiler es un referente de la mujer boliviana, de sus valores, de su tenacidad y de su compromiso con una causa, que en el inicio fue una bandera partidaria y una idea determinada de cambio, pero que en definitiva, en la hora grande, fue una vocación y una convicción por la democracia que nunca la abandonó.
 
El autor fue presidente de la República
http://carlosdmesa.com/

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