Hasta ahora, parece que Mario Vargas Llosa tuvo razón al afirmar, con mucha pasión, que Ollanta Humala había cambiado, que no intentaría imponer en Perú lo que el escritor llama una “democracia payasa”.
Ya en la campaña electoral fue perceptible que Humala intentaba borrar su imagen de ‘chavista’. Esa conversión se habría debido a dos factores: el primero, la comprobación de que el populismo, especialmente el que se sigue en Venezuela y sus aliados, se encamina irremediablemente al fracaso, contrariamente al éxito de la gestión del ex presidente Lula da Silva, que continuó el moderado modelo de su antecesor, el ex presidente de Brasil Fernando Henrique Cardoso. El segundo factor, menos ‘principista’, fue que el candidato veía que la mayoría de los peruanos rechazaría a un émulo de Hugo Chávez.
El ahora presidente de Perú acertó. Su conversión le rindió frutos: ganó en la contienda electoral. Es que, pese a que Perú ha alcanzado, con el Gobierno del presidente Alan García Pérez, las más altas tasas de crecimiento en el continente, todavía, como sucede en muchos países de la región, un grueso sector de los peruanos vive debajo de la llamada línea de la pobreza. En estas circunstancias valen mucho los eslóganes que aluden a la inclusión social, necesaria por cierto, y la retahíla de defender los recursos naturales y a los desposeídos.
Ollanta Humala, en su posesión presidencial, prometió, bajo juramento, que defenderá “la soberanía nacional, el orden constitucional y la integridad física y moral de la República, y sus instituciones democráticas, honrando el espíritu, los principios y los valores de la Constitución de 1979…”, es decir, los de la antigua Constitución peruana, y no de la vigente de 1993. Esto podría ocasionar un debate jurídico sobre la validez de la posesión. Sin embargo, lo que debe preocupar más es que se trata de una actitud política sectaria que no lleva la sensatez que pretendía el candidato cuando se esforzaba en convencer que la tolerancia y la moderación lo distinguirían como primer mandatario.
Uno de los pilares de la democracia es el respeto a la ley por gobernantes y gobernados. De eso dependen las libertades democráticas. Es impensable que alguien, encumbrado o no, escoja la ley que mejor le cuadre. Por supuesto que es admisible que se propongan cambios, que se busquen nuevos senderos, escuchando, para ello, el clamor ciudadano; pero negarse a sujetarse a una norma vigente, especialmente la constitucional, simplemente porque fue aprobada en otra época, es algo propio de arbitrarios.
Habrá que rescatar que el flamante presidente reiteró su propósito de moderación: “Nuestra voluntad no es la de copiar modelos, (sino) construir un camino propio, un modelo peruano de crecimiento con estabilidad, democracia e inclusión social. Tomaremos como ejemplo lo bueno de otras experiencias”. Y garantizó que su Gobierno consolidará el “crecimiento sano de la economía” y que respetará “las reglas fiscales”. Añadió: “Quiero que vean en mí a un verdadero soldado de la República, un celoso guardián del Estado de Derecho y un defensor de los derechos humanos y la libertad de prensa”.
Consolidando el ritmo de crecimiento de la economía como proceso iniciado por otro Gobierno, respetando las reglas establecidas, defendiendo los derechos humanos y la libertad de prensa, Humala se diferenciará de quienes siguen populismos autoritarios.
Si ese es el verdadero perfil de Ollanta Humala, a Perú le seguirá yendo bien. Lo deseamos fervientemente.
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