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martes, 12 de octubre de 2010

con firmeza Los Tiempos invoca una vez más a los poderosos que se unan al pueblo en la defensa de la libertad de expresión y pidan su anulación.

Quienes desde el exterior de nuestro país, o viviendo aquí, no están del todo compenetrados con los muchos entretelones de nuestras pugnas políticas cotidianas y tratan de comprender cuanto está ocurriendo con motivo de la “ley contra la discriminación y el racismo” deben tener muy serias dificultades para hacerlo. Es que nadie niega la necesidad de una ley contra el racismo y toda forma de discriminación, por una parte, y las autoridades gubernamentales aseguran que de ningún modo tienen la intención de vulnerar la libertad de expresión.

Si así fuera, no habría lugar para tanta controversia. Pero es evidente que ése no es el caso, por lo que sólo cabe buscar otra explicación. Y ésta sólo puede ser que alguien está actuando de muy mala fe. ¿Son quienes se oponen sólo a dos de sus 26 artículos, ratificando una y otra vez su respaldo al resto de la letra y al espíritu de la ley? ¿O son quienes se declaran respetuosos de la libertad de prensa pero se empecinan en imponer normas que no tienen más objetivo que conculcarla?

Para absolver tal duda, no hay mejor recurso que evaluar los actos más que las palabras de las partes interesadas. Se podrá ver así que fueron muchos los esfuerzos hechos por una de ellas para limar asperezas y atenuar los motivos de la controversia, para lo que propusieron diversas alternativas para que la ley cumpla de la mejor manera posible el que supuestamente es su objetivo principal: luchar contra el racismo y la discriminación.

Para ello, las organizaciones que aglutinan a periodistas y representantes de los medios de comunicación, de la Iglesia católica, de muchos movimientos sociales e incluso algunos asambleístas de la bancada oficialista hicieron todos los esfuerzos a su alcance para llegar mediante el diálogo al necesario consenso. Se celebraron decenas de reuniones y se presentaron propuestas alternativas al proyecto de ley gubernamental, pero todo fue en vano.

Como contrapartida, lo único que se halló fue la tozudez con que tanto las autoridades gubernamentales como quienes reciben y ejecutan sus órdenes en la Asamblea Legislativa Plurinacional insisten en imponer al país los dos “artículos mordaza”, aun siendo por demás evidente que éstos en nada contribuirán a luchar contra la discriminación pero serán un formidable instrumento para coartar la libertad de pensamiento, opinión y expresión.

Para alcanzar tal objetivo, no dudaron en pasar por encima de la opinión de muchos de los sectores que más sinceramente apoyaron el original proyecto de ley contra la discriminación. Destituyeron arbitrariamente al presidente de la comisión senatorial encargada de buscar consensos, desoyeron las sugerencias hechas por importantes instituciones de la sociedad y, recurriendo a todo tipo de amenazas –como el ya conocido método de cercar al Órgano Legislativo–, lograron que se imponga la autoridad vertical.

Ahora, cuando la ley ha sido promulgada pero la viabilidad de su aplicación está en riesgo por la firme resistencia que le ofrece gran parte de la sociedad, sólo cabe esperar que quienes desde las filas del oficialismo todavía creen en las libertades básicas, en los valores de la democracia y rechazan toda forma de autoritarismo se sumen al esfuerzo para poner fin a tanta mala fe.

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