SANTA CRUZ .- El miedo a que se instaure la guerra civil o a que reine una paz armada en Bolivia va alimentando una psicosis colectiva. El temor se ha instalado.
En los momentos de peores augurios, miles de bolivianos les sacaron el pasaporte a sus hijos menores para llevarlos fuera del país llegado el caso de una Yugoslavia altiplánica. Alguna gente está almacenando comida en sus despensas, los medios de comunicación compraron chalecos antibalas para sus periodistas y hay extranjeros prendidos del teléfono a la espera de que los llamen, desde sus consulados, para urgirlos a tomar una maleta pequeña y embarcarse en un avión contratado y ponerlos a buen recaudo.
La psicosis que estalló los días 11 y 12 con las muertes en Pando y la declaratoria de Estado de sitio en ese departamento aún hace de las suyas, porque los testimonios crudos de aquellas jornadas todavía pasean por los noticieros o corren de boca en boca como leyendas de terror. En Pando, como en Santa Cruz, epicentros de la barbarie desatada entre oficialistas y opositores por lo que, al parecer, son dos modelos irreconciliables de país, muchos se preparan para lo peor: en reuniones de amigos, unos revelan que comprarán armas por si algún "masista" intenta cruzar la puerta de su casa en son de guerra. Y en los mercados la gente anda buscando bidones grandes para almacenar agua porque, como las cooperativas proveedoras no son del gobierno, hay voces que dicen que, así como los contrarios a Evo Morales tomaron y saquearon una veintena de instituciones del Estado, los campesinos oficialistas que cercan la ciudad harán otro tanto con las proveedoras de agua.
Una aparente paz retornó al país después de que la furia y el odio se esforzaron este mes por tocar sus tambores de batalla. Pero Bolivia se nos muere. Así lo dijo el ex presidente Víctor Paz Estenssoro cuando, entre el desorden y las protestas callejeras, el país vivía la peor inflación de su historia en 1985, pocos años después de haber salido de las dictaduras. La frase quedó como una profecía perenne: analistas y políticos afirman que Bolivia agoniza y que está en el peor momento de su historia siempre.
Los testimonios coinciden en que, desde que retornó la democracia, ese 1982, el país vive en agonía. Y desde entonces, lo demostraron los hechos, este país que ahora tiene diez millones de habitantes en su suelo y casi tres millones regados en otros países se murió varias veces. Se murió a finales de los noventa, con la guerra por la coca, se murió en 2000, durante la guerra del agua, se murió en 2003, en medio de la guerra por el gas, y se murió este mes, cuando el odio y el desenfreno convulsionaron el departamento de Pando y perdieron la vida más de 30 bolivianos de uno y otro bando. Es decir, de quienes apoyan al gobierno indigenista de Evo Morales y de quienes apuestan a un país que dé el salto hacia las autonomías departamentales.
En términos concretos, lo que alborota la sangre del gobierno y de la oposición política es el manejo del poder. Guillermo Bedregal, viejo político de la derecha, heredero del Movimiento Nacionalista Revolucionario de Víctor Paz Estensoro, entiende que el presidente lanzó una ofensiva para concentrar mayores dosis de poder y se ha topado con otros -con los gobernadores de Santa Cruz, Tarija, Beni y Pando, zonas ricas en recursos naturales- que no están dispuestos a ser la cola de un león que reine a sus anchas en un país con ingentes reservas de gas natural bajo su suelo.
Bedregal considera que sólo hay dos opciones en esta cruzada: la guerra civil o un acuerdo donde ambas partes se avengan a ceder algo. El país ya probó algunas cucharadas de ambas posibilidades. A casi tres años del gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS), los bolivianos se trenzaron a palos y balas en por lo menos cuatro oportunidades. Los muertos son más de cincuenta. Evo y la oposición se sentaron en la misma mesa media docena de veces, por lo general después de enterrar a las víctimas, pero nunca lograron pacificar al país por largo tiempo.
Víctor Hugo Cárdenas, el primer vicepresidente indígena que tuvo Bolivia -gobernó junto con Gonzalo Sánchez de Lozada entre 1993 y 1997-, cree que es difícil llegar a acuerdos duraderos en el país porque, en esencia, el gobierno quiere imponer por Constitución un modelo indigenista socialista que es rechazado por la oposición: los gobernadores de los departamentos contrarios a Evo Morales advierten que, con el socialismo indigenista, quienes tendrán mayores derechos y beneficios del Estado serán los "originarios", mientras que el resto quedará a merced de la otra mitad. Porque según el censo del Instituto Nacional de Estadísticas (INE) de 2001, los originarios son el 50 por ciento de la población boliviana, algo más de cuatro millones de quechuas, aymaras y guaraníes, entre otros.
Esto no acaba allí. Para el sociólogo José Mirtembaun, con el modelo de Evo Morales desaparecerá el concepto de república boliviana y se construirá el perfil de "un ciudadano para el Estado". Esto es, militantes de la estructura estatal. "Acabo de enterarme de que hay un proyecto de ley que obligará a que las personas de entre 17 y 55 años estén listos para ser convocados a los cuarteles para defender al gobierno ante cualquier amenaza interna o externa. Es una copia del viejo modelo que se intentó aplicar en la Unión Soviética, y que fracasó porque quita el espíritu del libre albedrío", señaló el académico. El yugo colonial
Pero para Morales, lo que busca su modelo es reivindicar a una población que estuvo sometida, durante más de 500 años, al yugo de la colonia española y a los ricos del país. Con la aprobación de una nueva Constitución se pretende dar lugar a un sistema económico plural, que recorte drásticamente los efectos del neoliberalismo vigente desde 1985. Se daría lugar, además, a la economía comunitaria que caracterizó al mundo rural del occidente del país. Para los críticos esto significaría volver al viejo sistema del trueque.
El presidente dice que su intención es mejorar la distribución de la riqueza, hoy anclada en un escenario en el que, según un informe de 2001 de la Cepal, la quinta parte de las familias más acomodadas del país recibe un ingreso que es 50 veces más alto que el de la quinta parte de las familias más pobres. Esta figura no ha cambiado hasta ahora, asegura el presidente del Colegio Nacional de Economistas, Waldo López: según el INE -detalla-, la pobreza afecta al 67,3 por ciento de la población, con un 34,5 por ciento de pobreza extrema de acuerdo con estimaciones de 2006 del Plan Bolivia Digna, Soberana, Productiva y Democrática para Vivir Bien. Otra línea de fractura es la que hace que los departamentos del oriente y parte de los valles del país tengan, en promedio, un nivel de ingreso per cápita muy por encima del obtenido por los departamentos del occidente. El ingreso promedio de un habitante de Tarija, por ejemplo, donde está la mayor reserva de gas de Bolivia, es tres o cuatro veces más alto que el del poblador promedio de Potosí.
"Pero todo esto no es motivo para que el presidente quiera implementar un poder hegemónico", se queja el jurista Darwin Prado Paz, otro de los tantos bolivianos que duermen con el Jesús en la boca. Lamenta que las batallas de septiembre no hayan terminado y que la aparente paz que ahora cabalga por las calles del país sea tan frágil como una mesa de cristal barato. ¿Por qué? Porque los temas que se están debatiendo -afirma-, la autonomía departamental y la nueva Constitución, prácticamente definirán al nuevo Estado y, en esta batalla de tire y afloje, el débil hilo de la tregua puede romperse en mil pedazos. "Si se rompe el diálogo, puede haber convulsión generalizada", advierte.
También cree que, si Evo Morales no lleva a cabo la revolución que ha prometido a los indígenas del país, el presidente se cae o lo tumban. Prado Paz, un viejo militante de la extinta Acción Democrática Nacionalista, del fallecido Hugo Banzer Suárez, dice que la inestabilidad nacional ronda debido a que el poder del presidente está en las bases, y que éstas gobiernan desde los sindicatos.
Esther Morales, la hermana del presidente, fue una de las primeras en señalar, públicamente, el riesgo de que la masa que ahora está enamorada de Evo se convierta en su verdugo. Teme que sus adulones le den la espalda a su hermano y, de un día para el otro, lo bajen del trono, como ocurrió con Gonzalo Sánchez de Lozada. Ese temor, según Mirtembaun, puede materializarse el día que los militantes se sientan descontentos y decepcionados si ven incumplidas las promesas de campaña. Acaso por eso el presidente habló de un golpe fascista y racista, encabezado por los cívicos que lo critican, aludió a una conspiración en marcha desde inicios de su mandato y anunció a sus seguidores que "este indio se va a quedar por mucho tiempo", a la vez que los animaba a luchar por el cambio revolucionario o morir en el intento. Patria o muerte es su consigna.
Hay pronósticos de todo tipo. El analista político Angel Sandoval Salas es de los que creen que el país está sumergido en una tensión que, en el momento menos pensado, puede deparar cosas peores que las ya vividas. Pero Mario Cossio, gobernador de Tarija y uno de los estrategas del Consejo Nacional Democrático (Conalde), que reúne la propuesta de autonomía departamental y el rechazo a la constitución indigenista, trata de apaciguar el tono bélico: afirma que un acuerdo duradero es todavía posible.
Mientras, el departamento de Cobija y la ciudad de Pando viven sus días en un ambiente de paz armada, amparada en el estado de sitio que decretó Evo Morales el viernes 12 de septiembre. Por temor a los militares a cargo del ministro de la Presidencia -Juan Ramón Quintana-, que entraron a patadas y haciendo detonar granadas de guerra en las casas de los dirigentes opositores, más de 200 habitantes cruzaron a Brasil en busca de refugio, a los pueblos de Brasilea y Epitaselandia.
Hay voces, como la de la Iglesia Católica, que llaman a la pacificación de Bolivia. Pero la tensión está en las calles de este país. No se apaga aún el temor a otro septiembre enlutado.
Por Roberto Navia Gabriel
La concertación es la salida
Bolivia atraviesa uno de los momentos más difíciles de su historia republicana. El necesario proyecto de cambio ha sido mal encarado. Cambio e inmovilismo se entremezclan, en medio de la confrontación y la intolerancia. La política ha sido tomada por las calles y la desinstitucionalización es casi total. Hemos perdido a los árbitros y, como nunca antes, hemos roto todo vínculo de sometimiento a la ley.
En el lado positivo, aún es posible salvar el proyecto de cambio si se recupera la racionalidad y se entiende que cambio ahora es democracia y no revolución; inclusión plena y autonomías plenas son el desafío. El momento económico de bonanza sin precedentes en más de un siglo aún está allí y es posible aprovecharlo si se gira 90 grados en la gestión y se entiende cuál debe ser la inserción de Bolivia en el mundo. El tema inflación y empleo son, sin embargo, dos materias pendientes difíciles de resolver, al igual que el camino irreflexivo hacia un agigantamiento estatal, sin norte ni coherencia alguna.
Todavía las fuerzas en pugna creen en la derrota total del adversario como única posibilidad. Eso no tiene sentido. La respuesta es la concertación, y la concertación llegará porque el país tiene un límite de paciencia que se agotará. Es posible pensar en un acuerdo.
Hoy, la crisis es más profunda que nunca, porque antes se pensaba que era un tema de cambio de gobierno, pero hoy se sabe que era y es una crisis de Estado, de la que todos somos responsables. El ciudadano de a pie tiene que devolver la política a donde debe estar, en los tres poderes que nos representan, y demandar lo justo a partir de los mecanismos que la ley le da y no a través del desquiciamiento de los paros, huelgas, amenazas, bloqueos y ultimátum que desde hace ocho años asfixian a Bolivia gravemente. El empate catastrófico se está agotando y vamos hacia una resolución. Lo único deseable es que ésta se de no por la violencia sino por la concertación.
Por Carlos D. Mesa Gisbert Para LA NACION
El autor es ex presidente de Bolivia
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