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miércoles, 10 de febrero de 2010

Cristina trata indebida y confrontacionalmente a la Iglesia Católica que sufrió varios desplantes. L.N. los analiza

En relación con el manifiesto desdén del matrimonio Kirchner por la Iglesia Católica hay un dato insoslayable. Ese matrimonio puede, como cualquier otro en su caso, ejercer el culto que le plazca, prescindir de exteriorizaciones de religiosidad y, desde luego, asumir algún grado de agnosticismo activo, incluso el más extremo.

Si así fuere, nadie sufrirá tropiezos, porque la gran constitución liberal de 1853/60 ha dejado la resolución de tales cuestiones a la esfera íntima de las personas. Tampoco afectará a los gobernantes, salvo en el plano de las inferencias morales individuales, una vinculación como la que ha hecho, muy suelto de cuerpo, el señor D´Elía, figura clásica del oficialismo, entre la familia Kirchner y la usura. Ha hablado, con derivaciones de mayor consternación en el Gobierno que en la oposición, de una práctica cuya condena ha honrado a la Iglesia desde el medievo.

La Iglesia sabe hasta dónde llegar en sus condenas. Tampoco ignora a partir de dónde ha de extender el manto piadoso de los olvidos a fin de no caer ella misma en comportamientos vengativos propios de espíritus mezquinos y codiciosos.

Lo que no es admisible es la destemplanza en los buenos modales y en la cortesía que se deben entre sí los individuos y las instituciones. Desde tiempo inmemorial, la humanidad civilizada estableció convenciones a fin de que el trato recíproco entre sus miembros tuviera un rango superior al que los bárbaros se dispensan entre sí. Más inaceptable aún es el destrato cuando éste afecta, por algún motivo esencial, a la sociedad en su conjunto. Es ése el caso de las controversias que el Gobierno ha mantenido con la Iglesia Católica desde mayo de 2003, momento de la asunción del poder por el señor Néstor Kirchner.

La pérdida de vocaciones para el ejercicio del ministerio evangélico o la disminución de prácticas religiosas en la población han dejado intactas, en este contexto, dos cuestiones. La primera, y por cierto obvia, concierne a la identificación del catolicismo con el historial del país. La segunda se refiere al catolicismo como parte del sistema nacional de valores culturales de la Argentina. Este sistema se expresa en tradiciones preservadas en la esfera pública y privada de la ciudadanía, en el respeto hogareño hacia memorias familiares, en usos y costumbres, en fin, de la vida cotidiana.

Aquella cultura de milenios de cristiandad se encuentra trabajada por los particularismos de la argentinidad y atraviesa, como un eje rotundo, todas las capas sociales, prolongándose en manifestaciones de religiosidad popular de extraordinaria magnitud, que llaman la atención del extranjero. Algunas de esas manifestaciones son de antigüedad remota, otras se han afirmado más recientemente. Lo han hecho como sentimientos surgentes en la población a medida que el país se ha ido debatiendo en crecientes e irresolubles problemas políticos y sociales, según ha ocurrido en San Nicolás, provincia de Buenos Aires, o en estribaciones de la capital salteña.

Al margen de la habitualidad de referencias desdeñosas hacia prelados de la jerarquía eclesiástica, impropias de los círculos más próximos a un gobierno nacional, y de una literatura subalterna empeñada en lastimar la sensibilidad de la feligresía católica, ha habido hechos inconcebibles en los vínculos con la Santa Sede. Se puso en ridículo, por ejemplo, a un respetado dirigente del peronismo porteño y funcionario del kirchnerismo, tensándose las relaciones con el Vaticano al pretender la Cancillería argentina la concesión de plácet como embajador para alguien que es divorciado. ¿Con qué derecho podía la Argentina insistir, casi con insolencia, que el Vaticano modificase normas a las que se ha ceñido de manera invariable en el trato con otros Estados? ¿Qué distancia media entre una actitud de esa naturaleza y un vulgar acto provocativo?

Todos conocen el enojoso entredicho con Roma a raíz de palabras, por cierto infortunadas, del obispo castrense monseñor Antonio Baseotto. Una vez que laboriosas gestiones diplomáticas habían conseguido mediatizar la incomodidad producida por aquella situación, ahora se ha vuelto a fojas cero. No se pueden calificar de otro modo los cuatro años que lleva demorados el gobierno argentino en contestar la solicitud del Vaticano para la homologación del candidato a ocupar aquel obispado según los términos del acuerdo existente en la materia desde 1957.

La paciencia del nuncio apostólico ha sido notable en todo este tiempo como arduas y silenciosas sus gestiones para lograr con aquel nombramiento el cierre de un capítulo en el que el cargo en cuestión ha estado cubierto por un administrador castrense provisional. A nada bueno han conducido, entretanto, las nuevas sombras que ha derramado la política de cólera y falta de tacto de parte del gobierno argentino. Esperemos el milagro de que el problema pendiente de conclusión por tan largo tiempo se resuelva a la brevedad.

Estos días, la delicadeza del arzobispo de Buenos Aires de enviar a la clínica donde se encontraba internado el ex presidente Kirchner un capellán para ofrecer el sacramento de unción de los enfermos fue contestada a tono con el estilo de que ha dado el Gobierno cuenta en siete años. Así éste pasará irremediablemente a la historia, pero mientras ésa sea la modalidad con la que se represente a los argentinos, obrará como calificación poco feliz ante el mundo para la sociedad de la que somos parte.


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