A mitad de camino entre el cielo y el infierno, la Argentina no tiene las mejores notas, o al menos las deseables, en rubros tan trascendentes como las libertades política y económica, y la transparencia. Cada año, el Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (Cadal) cruza los resultados de los índices más importantes en esas materias, elaborados por The Freedom House, The Heritage Foundation, The Wall Street Journal y Transparencia Internacional. Esta vez, el país quedó en el lugar número 71 sobre 168 auscultados, de los cuales Nueva Zelanda y Dinamarca encabezan la tabla y Zimbabwe y Myanmar la cierran.
Existen varias razones para esta mediocre ubicación, por debajo de nueve países de América latina (Chile, Uruguay, Costa Rica, Panamá, El Salvador, Brasil, Perú, México y la República Dominicana). La libertad política, el único ítem razonablemente bien calificado, no logra compensar las malas notas en libertad económica (52,3 sobre 100) y en percepción de la corrupción (2,9 sobre 10).
Más allá de esa imagen, no tramada por ninguno de los enemigos que los Kirchner suelen elegir para defenestrarlos en sus cada vez más frecuentes hostigamientos, lo curioso es que ninguno de esos índices parece preocuparles. Es lamentable que esto sea así, sobre todo frente a ejemplos cercanos de gobiernos y países que se muestran decididos a marchar en otra dirección y, sin anteojeras ideológicas, abrazar la inversión extranjera como una bendición.
¿Qué lleva, si no, a un ex tupamaro como José "Pepe" Mujica, presidente electo de Uruguay, a reunir a empresarios de todas las latitudes, en especial argentinos, para prometerles que en su país no habrá expropiaciones (como en Venezuela y la Argentina) ni impuestos desmedidos?
¿Qué lleva, si no, a los chilenos a elegir a un presidente radicalmente opuesto en su visión a los cuatro anteriores, todos ellos pertenecientes a la Concertación, después del gobierno más exitoso de su historia? Sebastián Piñera, el presidente electo, no proviene, como dicen provenir los Kirchner, del campo nacional y popular ni ha pedido a sus futuros ministros, en su mayoría técnicos sin trayectoria política, otra cosa que no sea honestidad y eficiencia. Todo eso en medio de una armonía que abruma si se la compara con el cada vez más enrarecido clima político argentino.
El índice de Cadal, en el cual se mencionan ganadores y perdedores, ubica a la Argentina en un lugar rezagado, irreconocible si de la misma tierra que habitaron nuestros mayores se trata. Es penoso que el ánimo crispado de un gobierno que funciona en estéreo y decide en soledad se traslade al resto de la sociedad como una señal de frustración frente a enemigos imaginarios que, con su pretendida perversidad, sólo pretenden dañar la obra realizada desde 2003 por Néstor Kirchner y, desde 2007, por su esposa.
En ocasiones, la ceguera ideológica es peor que la biológica. Esta es una de ellas. La Argentina insiste en vivir ensimismada, con una política exterior sujeta a las necesidades electorales domésticas y una visión prospectiva más cercana a mediados del siglo pasado que a mediados del actual. El mundo se proyecta hacia el año 2050; los Kirchner no pierden ocasión de evocar los setenta, más allá de su nulo protagonismo en supuestas causas que nunca abrazaron, como la defensa de los derechos humanos. Esa imagen que se quiere exhibir es falsa. Lo sabe el mundo y lo sabe la mayoría de los argentinos, pero, como los índices del Indec, parece ser una imposición que debe ser aceptada por todos.
En un mundo interconectado como el actual ya no hay un discurso doméstico y uno externo, como también parecen creer los Kirchner. El discurso y la imagen son iguales en cualquier latitud. El problema no es que sean regulares o incluso malos, sino que se persista en el error y que no exista la más mínima voluntad de mejorarlos. Con la necedad se rinde tributo a la mediocridad y se les cierran las puertas a las posibilidades de progreso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario