Se está volviendo moneda corriente la idea de que determinados valores esenciales son un invento occidental que pretenden imponerse al resto de las sociedades del mundo de manera verticalista sobre una visión eurocéntrica dominante, bajo el amparo de varios siglos en los que Occidente, por la fuerza de la conquista y la violencia inherente, impuso un modelo de desarrollo y un criterio de civilización que podría muy bien resumirse en la famosa obra del argentino Sarmiento: Civilización y Barbarie. Eso ocurrió, en efecto, con una mirada binaria en la que no había posibilidades intermedias que no sean estar dentro o estar fuera de la civilización, sobre la premisa de que la civilización tenía que ver con una sola forma de entender el tiempo, el crecimiento, el comportamiento colectivo y la organización de la vida en sociedad.
Ese supuesto afirma que cada sociedad humana tiene un modo diverso, tradiciones, usos y costumbres que devienen en valores y en paradigmas. Esos caminos propios y diferentes referidos a sus propios contextos, establecen formas de comportamiento y convenciones sociales de diverso carácter. Lo que para unos es bueno para otros no lo es, lo que algunas sociedades consideran un tabú, otras sociedades lo aceptan como una forma de vida perfectamente aceptable.
Juzgar al otro desde la lógica unívoca de aquello que aprendí en el medio en que me eduqué, no es ni aceptable ni justo. En consecuencia, no es tolerable que a título de mis propias creencias y de mi propia construcción moral, intente imponer a personas que se han formado en otros medios, el código que a mí me parece bueno y deseable.
Ocurre, sin embargo, que la experiencia traumática y violenta de milenios de vida en sociedad en el mundo, y la creciente interacción entre pueblos y culturas que hace poco menos de dos siglos apenas tenían contactos esporádicos o que simplemente nunca se conocieron, pero que hoy están ligados por la vía de los viajes aéreos, los medios masivos y el Internet, nos hicieron descubrir y aceptar un principio universal que a fuerza de luchas heroicas y sacrificios sin cuento (Bartolomé de las Casas es uno de ese ejemplos invaluables en nuestra propia tradición histórica) es incuestionable y demuestra una raíz común a la naturaleza humana. Ese principio de oro reza: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Aprendimos también que es un valor universal que toda persona tiene todos los derechos y libertades sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.
Sobre estas dos ideas es que se acepta que las condicionantes culturales, de tradición o de usos y costumbre, no pueden convertirse en justificación para la vulneración de derechos que no pueden estar en cuestión. El derecho a la vida y lo que este conlleva, es sagrado.
No hay, en consecuencia, argumento alguno que reivindicando una mirada “no occidental” perpetúe la discriminación de la mujer, la ablación sexual, la violencia de género, el ejercicio de la brutalidad sexual de hombres sobre mujeres, a título de que en el contexto de sus tradiciones es “normal” que en la relación de pareja el hombre golpee a la mujer, y que la resolución de esos abusos es problema de la pareja, o peor, que una forma de “conquista” sea la violación para forzar a una familia que se opone a la pareja a que esta se tenga que casar para “lavar la afrenta”.
Estos criterios valen también para los Estados. La combinación entre el necesario respeto a las diversas cosmovisiones en un mundo tan heterogéneo, no pueden justificar la negativa a reconocer que hay sociedades en las que se produce una violación sistemática de determinados derechos humanos individuales o colectivos. Ante esa realidad las naciones que, como parte de la comunidad internacional, han suscrito compromisos referidos a los derechos humanos, pero, más que eso, defienden como parte de su filosofía de vida en comunidad, esos principios, no pueden actuar con doble rasero, aplaudiendo unas veces y condenando otras, hechos diferentes pero iguales en su naturaleza.
Si Israel viola derechos humanos y ejerce violencia de Estado, condena. Si Hezbolá lanza ataques terroristas, condena. Si el Gobierno sirio ha matado a miles y miles de sus ciudadanos en acciones represivas, condena. Si Estados Unidos mantiene cárceles en las que no rigen sus propias leyes, condena. Si Gran Bretaña no otorga salvoconducto al señor Assange, condena. Si Bolivia no se lo concede al senador Pinto, cambio de conducta…
Lo que no puede ser es que la política exterior boliviana haga un distingo de valoración de derechos por afinidades o diferencias políticas. En cuestión de derechos humanos no hay argumentos ni justificaciones ideológicas que valgan.