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domingo, 18 de julio de 2010

cada frase del artículo de Mesa Quisbert es un reproche a los militares que dieron el golpe de julio del 80 y a quienes impiden esclarecer la verdad

Parece una bruma lejana, como si no fuera con nosotros, pero no fue una bruma, fue una realidad cruel. Se dibuja en las siluetas de Marcelo, de Carlos Flores, del dirigente Vega.

Un gran charco de sangre alrededor de una cabeza destrozada, las ambulancias como fantasmas de la muerte cruzando la ciudad, cargando a paramilitares. Tiros, golpes, gritos, ministros rodando por las gradas del Palacio de Gobierno, la Presidente humillada y prisionera, el Gran Cuartel convertido en una gigantesca cárcel. Generales vestidos en traje de guerra llevando la violencia en sus galones. A poco, la masacre de la Harrington que cobra las valientes vidas de Jorge Baldivieso, Gonzalo Barrón, Artemio Camargo, Arcil Menacho, José Luís Suárez, Ricardo Navarro, José Reyes, y Ramiro Velasco.

Han pasado treinta años que no son una bruma sobre esos hechos. Son una marca en nuestra alma colectiva, en nuestra conciencia, en nuestra memoria. ¿Se hizo justicia? Sí en parte. Se labró en los años noventa y se administró correctamente. No en la otra parte, quizás la más terrible, aquella que tiene que ver con la peor de las torturas sobre un ser humano, el espantoso limbo de alguien que amas, muerto, torturado y desaparecido.

Ocurrió el 17 de julio de 1980. Un sector de las Fuerzas Armadas bajo el liderazgo de Luis García Meza, decidió interrumpir de modo sangriento el camino ya entonces ineluctable que había escogido el pueblo boliviano para volver a la democracia plena, logro heroico plasmado el 10 de octubre de 1982. Ese momento aciago que había tenido un terrible introito en 1979 con el golpe de Todos Santos, se prolongó por casi dos años y fue llamado por sus creadores “Reconstrucción nacional”. Como tantas veces antes, la soberbia de los vencedores los llevó a decir sin ruborizarse que habían llegado para quedarse veinte años. A poco, tras las muertes, tras el toque de queda, tras los disparos contra inocentes, tras el acallamiento de las voces de los mineros, tras las noches como bocas de lobo en nuestras ciudades, se pudo apreciar el reino del narcotráfico y el de la arbitrariedad en todas sus formas.

La justicia fue definida de modo macabro por el ministro del Interior Luis Arce Gómez: “A partir de ahora todos los bolivianos tendrán que andar con su testamento bajo el brazo”. El Poder Ejecutivo dictatorial “era” la justicia y decidía sobre los destinos de todos. El término “delincuentes subversivos” era moneda corriente para calificar, perseguir, apresar, torturar, exiliar o matar a quienes pensaban diferente. Pensar diferente era el delito mayor. Decir esa diferencia te colocaba en capilla.

La libertad de expresión fue cortada de un modo radical, con un solo discurso, una sola voz monocorde todos los días, la cadena nacional de radio y televisión a la hora de las noticias. El país de las maravillas sazonado por las admoniciones y advertencias de los “dueños” de Bolivia.

Ese era el territorio de la dictadura, el del miedo, el de los cuarteles, el de la violación sistemática de los derechos humanos, el de la mediocridad. Era la hora de la repetición de frases vacías, de discursos incongruentes en contra del comunismo, de los enemigos de la patria y de los “tontos útiles” al servicio de intereses foráneos. Ante el total aislamiento internacional, el Presidente muy suelto de cuerpo dijo: “Si es necesario, a partir de ahora nos alimentaremos de chuño y charque”. Una curiosa forma de nacionalismo por el absurdo.

Después, en un alarde de machismo preparado con la misma finura con que gobernaba, el dictador escuchó la intervención “espontánea” de un dirigente del auto transporte: “General denos la medida de su pantalones”. La medida de sus testículos quería decir. Debía quedar claro que el jefe de la Junta de Comandantes era un “machote”. Veinte días después del sainete, tal medida ya no era necesaria. Luís García Meza entregó el mando a una Junta Militar ante la evidencia del agotamiento de un experimento delirante, sin norte, sin lógica, sin propuesta alguna.

Hoy, recordamos ese día, pero recordamos algo más: que la información clasificada del departamento de inteligencia del Ejército sigue sin tocarse, que el actual gobierno que llegó –entre otras cosas-- reivindicando los derechos humanos no mueve un dedo para reparar el daño y respetar los derechos humanos de los familiares de los desaparecidos. Con una manifiesta falta de voluntad que estremece, el “nuevo Estado” nada tiene de nuevo al apañar a los responsables de esos crímenes, al protegerlos a título de preservar a una institución, las FFAA, que se protegerían mejor abriendo sin límites los archivos que tienen y proporcionando toda la información que contribuya a esclarecer hechos que son un estigma, pero que, sobre todo, tienen las almas de familias enteras sangrando por el dolor de no saber dónde están los restos de aquellos que el gobierno manipula a su antojo bautizando con su nombre leyes que a su vez violan derechos humanos básicos, como si una cosa nada tuviera que ver con la otra.

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